Cuando los personajes no pueden ocultar el carácter del Estado Norteamericano.

El “autoritario” Trump y el ahora “demócrata” presidente de EEUU, Biden, poseedor de una sonrisa impostada, son personajes que expresan de una u otra manera las “alternativas” políticas del sistema capitalista que hoy pululan en el planeta.

Entre ambos exponentes, varios grises. Pero absolutamente todos responden a intereses monopolistas que están enquistados en los Estados. Cuando hablamos de intereses nos referimos a los mismos en un sentido amplio de la palabra. Hacemos el acento que en todas estas espaldas políticas lo que predomina es la oligarquía financiera, fusión del capital industrial con el capital bancario.

La asunción del “respeto” a las instituciones tan mencionado por estos días no es más que el respeto y sumisión a una multiplicidad de negociados que favorecen a los distintos bandos en disputa.

El Estado norteamericano atraviesa la peor crisis política de su propia historia. El asalto al Capitolio del 6 de enero no es más que una expresión virulenta y cruda de los intereses en pugna. Pero a la vez esconde el alto grado de lucha de clases en ese país durante más de una década, en donde el proletariado no se cansó de presentar batalla en sus reclamos a la par de un arrollador proceso de luchas por derechos políticos y sociales de ese pueblo.

Varios diarios internacionales plantean la salida de Trump pero no del “trampismo”, coinciden que será muy difícil aliviar las aguas de una grieta que ha madurado en el tiempo. Baiden ha hablado de una actual guerra “incivil” que procurará detener.

Los cierto es que a pesar de las distintas bravuconeadas de los intereses en pugna la única guerra abierta es la profundización de la lucha de clases, donde la burguesía monopolista en su conjunto quiere hacer aparecer como grietas interburguesas. Que, aunque ciertas, no son las determinantes para lo que se viene en un contexto nacional e internacional cada vez más complejo.

Los medios de prensa norteamericanos han denunciado el asalto al Capitolio como una conspiración de la derecha fascista cuya base social es una buena parte de la clase obrera “blanca” cansada de una democracia que ha condenado a una crisis social de las más profundas del sistema capitalista.

La propia Hillary Clinton publicó en el Washington Post del 11 de enero culpando de intento de golpe fascista a la “gente blanca”, alejando cualquier análisis de clase. En definitiva, se quiere acallar la oleada de protestas y reclamos políticos y sociales de una década con un 6 de enero, en donde sí se expresó lo más rancio de la expresión fascista.

El columnista White Riot del New York Times, en su editorial, dice expresamente que el baluarte del racismo son los trabajadores “blancos no universitarios”. Por cierto, nada se dice de cómo la clase trabajadora de esta última década con gobiernos republicanos y demócratas (pero sobre todo en la era Trump) desplegaron un fuerte ascenso de luchas y huelgas que conmovieron a toda la burguesía.

Querer asociar el asalto al Capitolio en estos términos con la complacencia de las fuerzas represivas dentro del establecimiento, con la brutal represión sufrida por parte de esa misma institución a la oleada de protestas de la última primavera, de una u otra manera es soslayar que la lucha de clases no es ni será por Trump o el Trumpismo.

En todo caso lo que seguirá ascendiendo es la profundidad con que el enfrenamiento clasista se expresará a pesar del denodado esfuerzo de la clase dominante norteamericana por esconder las verdaderas causas que generaron la actual crisis política, económica y social de un imperio en decadencia.

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