Las negociaciones entre Irán y el llamado G5+1 (EE.UU., Reino Unido, Francia, Rusia, China, más Alemania) sobre el programa nuclear del país asiático venían avanzando (supuestamente) hasta que el “diablo metió la cola”. Francia sorprendió con una posición repentina que cuestiona las garantías iraníes; repentina pero no inexplicable: el presidente de Francia Francois Hollande está haciendo buena letra ante su próxima visita oficial a Israel.
Casi al unísono, el presidente de Israel, Simon Peres, se mostró muy satisfecho de que esto ocurriera. “Las potencias no llegaron a un acuerdo con Irán, y mejor así” declaró Peres. Esta clara posición israelí en contra de un acuerdo diplomático con Irán cuenta con el aval de Emiratos Árabes Unidos y Arabia Saudita. Semejante coincidencia junta a los aliados incondicionales de Estados Unidos en esa zona del planeta, precisamente contra su histórico aliado y se producen en un momento de cambios muy profundos en la región de Medio Oriente.
Las negociaciones diplomáticas en curso están encabezadas por Estados Unidos, que reestablece relaciones con Irán después de más de 20 años, cuando el triunfo de la revolución iraní en 1979. Este cambio en la política exterior norteamericana está enmarcado en un cambio más grande que se viene produciendo ya hace más de una década: los Estados Unidos han orientado la producción de petróleo y gas hacia las nuevas tecnologías llamadas de fractura hidráulica, por lo que pone centro más en este desarrollo que implica una creciente disminución de la dependencia del petróleo convencional, lo que sostenía la hasta ayer inquebrantable alianza con las monarquías sauditas y con Israel, este último como enclave militar estratégico de Estados Unidos en la región. Este proceso configura un enorme cambio, en el que países como Rusia y China comienzan a tallar (tal como se vio en la crisis siria, cuando se frustró una intervención militar directa de las potencias) y entonces los antiguos aliados ya no lo son tanto y los naipes comienzan a barajarse nuevamente.
La posición de Israel y de los jeques va más allá de la oposición o el temor a Irán. Se está discutiendo la reconfiguración del esquema trazado luego de la Segunda Guerra mundial, con todo lo que ello implica. Jack Straw, Miembro del Parlamento y ex ministro de Asuntos Exteriores del Partido Laborista británico declaró: «Los grupos que desarrollan políticas en favor de Israel, como el AIPAC, trabajan con fondos ilimitados para desviar la política de EE.UU. en la región”.
En este marco, las posiciones guerreristas de sectores de la oligarquía financiera mundial intentan (así como lo hicieron con Siria y, unos meses antes, con Corea del Norte) producir una derrota de la vía diplomática y forzar un enfrentamiento militar que ellos consideran necesario para “resolver” la crisis mundial que afecta a todo el sistema capitalista mundial. Su margen de maniobra es muy acotado; en todos los países, incluido Israel, las posiciones a favor de la guerra son minoritarias. Sin embargo, estas posiciones existen y seguirán existiendo agazapadas y siempre dispuestas a dar el zarpazo.
Los pueblos del mundo están movilizados y condicionan las políticas del imperialismo mundial. Cada país involucrado tiene en su población no solamente el rechazo masivo a la guerra; también deben lidiar con los reclamos y las luchas contra las causas y los efectos de la crisis capitalista. El tablero mundial es uno cuando la dominación corre por caminos despejados y otro absolutamente distinto cuando las aguas de la lucha de clases agitan la rebelión de los pueblos que muestran la decisión de no permitir que la crisis sea descargada sobre sus espaldas.
En este terreno, de disputa interimperialista aguda, juega un papel preponderante la situación de masas descripta y las posiciones revolucionarias deben ser cada vez más claras y contundentes; el terreno para que crezcan las ideas de la revolución social es más que fértil y deben comenzar a ser un factor más de desequilibrio en la contienda de clases internacional.