Los intelectuales del progresismo latinoamericano acuñaron el término “posneoliberales” para definir a los gobiernos de la región que, según esa intelectualidad, vinieron a poner fin al ciclo “neoliberal” de los 90. Hoy día, esos mismos intelectuales realizan sesudas preguntas acerca del fin de ese ciclo; algunos, bastante preocupados, hablan de un agotamiento de ese ciclo y de una vuelta de los sectores de la “derecha”, siempre acechantes.
Aquí, como en otros lugares del mundo, la burguesía plantea la cuestión como un péndulo que va de la izquierda a la derecha, y viceversa. Los “ciclos” en cuestión se presentan como un proceso en el que unos y otros se turnan en el ejercicio del gobierno, pero siempre manteniendo lo fundamental para la clase dominante: la permanencia y el sostenimiento de las relaciones de producción capitalistas. Y eso es lo único verdaderamente existente en el ideario que la burguesía sostiene; esto lo ha realizado a través de las distintas etapas de la historia de la lucha de clases.
En ese razonamiento, entonces, se nos condena a los pueblos a ser espectadores o a lo sumo adherentes de una u otra posición. Porque la burguesía trabaja en la concepción de que lo existente es lo único verdaderamente posible. De esa forma ha trabajado sistemáticamente para sepultar la posibilidad de la revolución social. Todo es posible, siempre y cuando no rebalse los límites del capitalismo.
Esto y no otra cosa es lo que ha sucedido todos estos años en América Latina. Más allá del color político de los gobiernos de turno, lo que ha pasado fundamentalmente es que todos esos gobiernos han sostenido las condiciones de producción y reproducción del capital. Ningún gobierno “progresista” ha tocado ni modificado un ápice las condiciones en la que se desarrolla el proceso de concentración y centralización de capitales, sencillamente porque no se ataca ni se pretende atacar las relaciones de producción capitalistas.
El fin de esos gobiernos así los demuestra. En Brasil el PT gana una elección y a renglón seguido produce un descomunal ajuste a las clases populares; en Chile, la vuelta de la Concertación ha significado desde el principio una continuidad de las políticas del gobierno de Piñera; en Ecuador y Bolivia los gobiernos se “radicalizan” pero en contra de los movimientos populares que los apoyaron y a favor de las multinacionales; en Uruguay el Frente Amplio estrenó su nuevo gobierno con represión; en Argentina, el “progresismo” kirchnerista termina presentando un candidato fiel exponente de los malditos años 90 y reprimiendo protestas en La Rioja, San Luis y Chaco, con la muerte del compañero Verón. Todos y cada uno, muestran y demuestran su carácter de clase burgués por más que agiten discursos “antisistema” y las usinas de intelectuales a su servicio se desesperen por explicar lo inexplicable.
En realidad, el nuevo ciclo que se abre es el de una profundización de la lucha de clases. Y ene ese proceso es imprescindible la intervención de las fuerzas revolucionarias para que ese proceso rompa con la lógica de los “ciclos” capitalistas. Nos adentramos en una etapa en el que las luchas obreras y populares se verán intensificadas como producto de las aspiraciones de las masas populares para llevar adelante sus reclamos y conquistas, en el marco de una crisis estructural del sistema capitalista a nivel mundial; en ese marco la posibilidad de una situación revolucionaria se acrecienta. El papel y la intervención de las fuerzas revolucionarias es apuntar a que esa situación objetiva se transforme en crisis revolucionaria que dispute por el poder político contra la burguesía monopolista. Las ideas y las políticas de la revolución socialista deben llegar a las amplias masas populares con el fin de romper el “status quo” de las fuerzas del sistema y aparecer como una alternativa política real para la clase obrera y el pueblo.