Dos formas caracterizan la enajenación en el trabajo: en el sector privado, más precisamente en el proletariado industrial, se vive mediante la generación de plusvalía.
El trabajo del obrero, genera una cantidad de valor mayor al que este percibe en forma de salario. Ese sobre-valor es expropiado por el capitalista, y es lo que constituye la plusvalía: tiempo de trabajo no remunerado al obrero.
El trabajador se enajena de su actividad vital, el trabajo, puesto que todo el producto excedente le es expropiado, transformándose esa actividad (que es la característica del ser humano) en una actividad impuesta, que le es ajena.
El tiempo que ese trabajador pasa dentro de la fábrica, se ve como tiempo perdido, tiempo muerto; y esa actividad se siente como “ajena” a la vida misma del trabajador.
De igual forma, ese producto que se genera, sea un auto, un alimento, o una actividad extractiva, no se produce con el esmero de ser un producto de nuestro trabajo, y objeto de consumo propio, de nuestros hijos, y de toda la sociedad, sino como objeto de ganancia y explotación por parte de la empresa sobre nuestra capacidad laboral.
En el sector público esa misma enajenación se presenta bajo un aspecto diferente, con características particulares.
Se vive en los hospitales cuando se trabaja con insumos mínimos y de pésima calidad (resultado de los negociados entre el Estado y las empresas privadas), con poco personal, con equipos obsoletos, y una sobrecarga de población con respecto a la capacidad instalada.
Se vive por parte de los docentes primarios, secundarios y universitarios mediante la falta de insumos, edificios e instalaciones obsoletas, aulas colmadas de alumnos donde no pocas veces no alcanzan ni las mesas, crecientes problemas sociales y la marginalidad dentro de los colegios, el hambre de los más chicos, y el cansancio abrumador luego de una jornada de trabajo intensa, en el caso de los más grandes.
Ni hablar de una política de Estado de bajar la calidad educativa, no sólo vaciando los colegios de docentes e instalaciones, sino también vaciando sus contenidos académicos, obligando a, por ejemplo, pasar de año a chicos analfabetos.
Otro tanto sucede en cada uno de los centenares de organismos que tienen por objeto elevar la calidad de vida de nuestro pueblo (o mejor dicho, disminuir sus penurias).
En los organismos de certificación, por ejemplo, así como los laboratorios de análisis, que deberían regular los productos que consumimos, son vaciados constantemente autorizando a empresas privadas a “regular” la calidad de tales productos (empresas que, no pocas veces, son las mismas productoras). Podrían mencionarse desde material médico hasta insumos para la construcción.
Ni hablar del desarrollo en ciencia y tecnología, que se encuentran signadas por las leyes del mercado capitalista: cualquier avance en ciencia que no signifique un negocio para el capital, no contará con fondos para su desarrollo.
En el caso del Estado son las condiciones mismas del trabajo las que generan enajenación e impotencia por parte de los trabajadores que quieren desarrollar su actividad, pero que día a día, mediante la forma de la gris “burocracia Estatal”, se ven impedidos de desarrollar.
De esta manera el sistema provoca un hastío en los trabajadores estatales, hastío que se reproduce en los usuarios de esos servicios, que no son más que la otra parte del pueblo trabajador. ¡Lo poco que funciona en el Estado es gracias a la terca voluntad de los trabajadores!
Los discursos de la burguesía intentan justificar los despidos que se han producido durante este año, con la excusa de su ineficiencia.
Esa “ineficiencia” es el resultado de una política de Estado, que presume de limpiar a los “ñoquis”, y ha avanzado en el recorte de trabajadores de varios sectores. Negar la existencia de puestos o cargos políticos sería desconocer la realidad pero -casualmente- en estos puestos es en donde menos despidos hubieron. Aprovecharon la volteada y creyeron tener una base de apoyo en la sociedad como para tomar tales medidas de recorte en el gasto Estatal.
Lo que buscaron fue atemorizar a los trabajadores en sus pretensiones de recomponer su poder adquisitivo.
Las ya gastadas actitudes del reformismo y del oportunismo, aparateando constantemente las asambleas, armando elecciones con listas sábana, negociando a puertas cerradas con las autoridades, desconociendo los mandatos de las mayorías (o ni siquiera convocándolas), tocaron fondo este año con descaradas transas que pactaron con el gobierno: ni para reincorporar a los despedidos, ni para pelear por un aumento salarial digno.
Viejas estructuras perimidas y al desnudo frente a los ojos de los trabajadores (que se visten de “clasistas y combativos”) expresan lo más profundo de la crisis del sistema en los centros laborales, ganándose el odio de amplios sectores de trabajadores que -inclusive- podían tener alguna expectativa en esas instituciones.
Por otro lado, las verdaderas aspiraciones por parte de los trabajadores, de construir organizaciones cada vez más colectivas, donde la decisión de la asamblea sea “palabra santa” y se sepulten las prácticas de aparato, van encontrando formas concretas e incipientes de organización, como lo demuestra la experiencia de la comunidad educativa en la UBA, la experiencia de los trabajadores en Lomas de Zamora, o la de la Secretaría de Agricultura Familiar, entre muchos otros.
Es tarea imprescindible de los revolucionarios centrar todos nuestros esfuerzos en consolidar de manera permanente esas organizaciones amplias de poder local que están surgiendo desde la base en los diferentes lugares de trabajo.
Con las herramientas que necesitemos en cada caso, con lo que determine cada experiencia y cada sector en particular, debemos consolidar las fuerzas orgánicas de los trabajadores, que serán la base de todo lo nuevo que trae la lucha de clases.