La crisis estructural del sistema capitalista a nivel planetario ya no es un secreto para nadie. Los apologistas del capitalismo podrán disfrazarla, intentar maquillarla, pero ya nadie se atreve a desmentir que la economía mundial no sólo no ha salido de la crisis que explotó en 2008 con la quiebra de Lehman Brothers en los Estados Unidos, sino que permanentemente sigue mostrando recesión, estancamiento y hasta caídas abruptas de todos los indicadores.
Los coletazos políticos de esa crisis son, por ejemplo, la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea o el ascenso del candidato presidencial Donald Trump en los Estados Unidos, por citar las más destacadas. Estos ejemplos son el claro reflejo de la situación social en esos países, en los que amplias capas de la población trabajadora se han visto empobrecidas y desplazadas literalmente como nunca antes. Entonces, sectores de la burguesía monopolista vuelven a levantar banderas nacionalistas, el cierre de sus fronteras, y hasta un utópico impulso de políticas “industrialistas” en las que empresas trasnacionales que dejaron esos territorios para producir en los lugares del planeta donde sus costos son sensiblemente más bajos, volverían a esos países para volver a darle trabajo a sus poblaciones.
¿Es esto posible? Por supuesto que no. Que los políticos que, ocasionalmente, ocupen los gobiernos intenten disciplinar al capital es como creer que es posible que el sol en lugar de aparecer por el Oriente, pueda hacerlo por el Occidente.
Uno de los aspectos centrales por los que la economía no logra recuperarse no es, precisamente, la falta de capitales ni que éstos no quieran reproducirse; por el contrario, los capitales sobran en el mundo. El problema en realidad es que esos capitales no responden a criterio de razonabilidad alguno, ni están dominados por los Estados de los países de donde son originarios. La concentración y centralización de capitales ha llegado a una magnitud tan inusitada que agravaron una de las características más singulares del capital, que es la anarquía de los mismos.
La inédita centralización y concentración capitalista (que no va a detenerse mientras el capitalismo exista) dio origen a conglomeraros mundiales que reúnen más capitales que muchas de las economías nacionales. Por ejemplo, en 2012 las 25 corporaciones trasnacionales más importantes del mundo ganaban 177.000 dólares por segundo (sí, leyó bien: por segundo); semejante nivel de ganancias solamente es posible porque las empresas hoy consideran al mundo entero como mercado, tanto para producir como para vender. Eso es la llamada “globalización” que no es más que una profundización de la época imperialista del capitalismo, en la que los capitales ya no luchan por el control de una región específica del planeta, sino del planeta entero.
Esa profundización del imperialismo trae aparejada una profundización de la anarquía del capital. La tendencia decreciente de la tasa de ganancia, característica propia del capital por la que el capital constante (los medios de producción) crece en proporción mayor al capital variable (la fuerza de trabajo) en su composición orgánica, determina que los capitales busquen su reproducción allí donde las condiciones de explotación le sean más favorables. ¿Podemos imaginarnos que una supuesta presidencia de Trump convenza u obligue a los capitales a volver a los Estados Unidos?; ¿o que la primera ministra británica, Theresa May, al lanzar su “Estrategia económica industrial” logre que reindustrializar ese país con el auxilio de los capitales que alguna vez se fueron para producir donde más les convenía? Estos políticos burgueses quieren hacernos creer (y algunos ilusos les creen) que podrán frenar la concentración y centralización de capitales, dando marcha atrás la rueda de la Historia. Como ejemplo contundente de que esto es una nueva mentira, luego de la votación del Brexit la fábrica de procesadores británica ARM fue absorbida por la japonesa Softbank que desembolsó 32.000 millones de dólares.
En una desesperada intentona por mostrar cierta iniciativa ante los coletazos de una crisis que no puede resolver, la burguesía monopolista echa mano a políticas que esa misma burguesía mató y enterró a los fines de mantenerse como clase dominante. Las reformas al capitalismo, la vuelta a políticas nacionalistas, son solamente un cotillón en desuso con el que la oligarquía financiera quiere tirar para adelante el problema central por el que atraviesa: una crisis de la propia estructura del capitalismo mundial que se ha convertido en un laberinto por el que intentan que los pueblos tomemos, nuevamente, el camino equivocado.
La única salida de ese laberinto es la lucha por terminar con el capitalismo mismo, dado que la propia crisis irresoluble que el sistema atraviesa, con sus correlatos económicos, políticos, sociales y culturales abren una época de revoluciones sociales que le brindan a la Humanidad una esperanza real de satisfacer las necesidades del ser humano y su propia realización como tal.