Para la burguesía monopolista la causa de todos los males que aquejan a nuestro país son los altos costos laborales y la falta de reglas claras, los convenios laborales que obstruyen el libre desenvolvimiento del capital, que atentan contra la paz social y frenan las inversiones, que generosamente aportarán los medios para sacar del colapso a nuestro país. Para los monopolios, la causa de todos los males es la clase obrera y su falta de cultura laboral.
Los obreros con sus permanentes reclamos, su rebeldía, su enfrentamiento, su organización y su aspiración a una vida digna son pues el enemigo a combatir. Para ello apelan a toda la cofradía de personeros a su servicio (que no son ni mucho menos ampliamente mayoritarios, más bien una minúscula porción de la sociedad) para que se encarguen de justificar y fundamentar la explotación descarnada, la reducción salarial y la productividad, por medio de reformas laborales y convenios a la baja. Desde doctores en jurisprudencia hasta sindicalistas devenidos en empresarios, desde periodistas hasta clérigos, desde políticos hasta gobernantes, toda la superestructura se encolumna detrás de las demandas de los monopolios, para hacer mas creíble su necesidad de más y más ganancias, y convencer a todos que la necesidad privada de la burguesía es en realidad una necesidad social.
Uno de los mayores defensores de la explotación del trabajo ajeno es el abogado laboralista Julián de Diego, quien fustiga a diestra y siniestra desde sus artículos, a la clase obrera en consonancia con las necesidades del capital, rindiendo loas a las honrosas intenciones de los monopolios. El miércoles 3 de mayo en el Cronista, publica lo siguiente. «En nuestro país, –nos dice- somos número uno en el ranking de los impuestos al trabajo más caros, número uno con el mayor costo laboral, y último en nivel de productividad, y primero en lo relativo a la conflictividad colectiva y sindical; y de las legislaciones y la jurisprudencia (sentencias judiciales) contamos con las más arbitrarias y más costosas de la región, en especial en lo que hace a riesgos del trabajo. En este contexto, la reforma en el mundo laboral es cultural, operativa, legal y convencional. Lo primero es el regreso a la cultura del trabajo”…
Además de tratar prácticamente como vagos y haraganes a los trabajadores, estas líneas describen la preocupación central de la burguesía. La cultura del trabajo, para la burguesía, es el regreso a épocas donde con absoluto despotismo podrían imponer sus condiciones de dominación política. Pese a sus intenciones de fundamentarlas, con esta crítica descripción, este ideólogo de la burguesía no hace otra cosa que reconocer que el peso de la lucha de clases ha quebrantado la valoración moral que ellos han pretendido imponer al trabajo asalariado.
En las actuales condiciones de lucha y hartazgo de la clase obrera, el sostenimiento de este fundamento por medio de cambios en la legislación laboral, por medio de convenios a la baja, y reducción salarial, por medio del incremento de la explotación y la productividad, más que dotar de una revolucionaria cultura del trabajo como lo pretende, es ni más ni menos, que una reaccionaria apelación a sustentar una clase en decadencia.
Porque el escenario está plagado de contradicciones que no pueden resolver y que lejos de atemperarse se profundizan. La apelación a la cultura del trabajo, donde el disciplinamiento, la respetabilidad a las representaciones sindicales burócratas vendidas a las patronales, el casarse con la empresa y la paz social han quedado reducidas a un mero discurso moral, y en los hechos son una utopía.
“Es esencial promover sin demoras una reforma laboral integral, revolucionaria si revisamos todo lo que realmente se necesita, que obviamente no creará por sí empleos, pero fijará las condiciones para que los inversores vean como atractivo otra vez nuestro mercado”... Pero nuestro interlocutor, que habla de revolucionar el mundo laboral, queriéndonos demostrar con ello las posibilidades de un nuevo paradigma burgués, nos muestra precisamente lo opuesto, empezando por el hecho de que ninguna reforma laboral creará más empleo. Pero además, evidenciando que el mundo laboral está revolucionándose por la intensiva lucha de los trabajadores, por las metodologías asamblearias y la democracia directa por el quiebre de las cupular sindicales que ya no sirven para sustentar sus políticas.
Que la apropiación cada vez más privada choca abiertamente con las expresiones políticas que surgen al calor de la producción socializada.
Que la base material ya no se corresponde con la superestructura, por el contrario, la superestructura intenta encajar en esta situación, este ideal de la cultura burguesa del trabajo, en un marco político irritante para sus planes de superexplotacion.
Ya no es únicamente la crisis política como un hecho general producto de la lucha de clases, sino la organización de las bases obreras, como una expresión material de la lucha de clases la que le da sustento a la irritación burguesa, y tiene una gran razón de estar preocupada.
Pero aun en este escenario desalentador, no ceja su iniciativa política de centralizar sus planes de explotación. La organización de las bases quiebra sus planes en la medida que se profundizan las metodologías revolucionarias, la democracia directa y la asamblea, es decir, se amplíe el marco del protagonismo masivo de los trabajadores, se construya su unidad política en los lugares de trabajo, se organice el enfrentamiento desde un movimiento de lucha nacional que barra con toda esta putrefacta burguesía y su sistema.