El atentado de Manchester, perpetrado el pasado lunes 22 de mayo en el contexto de la presentación de una cantante pop norteamericana en dicha ciudad inglesa, volvió a instalar el terror en Europa y a encender las alarmas, medidas en diferentes niveles de alerta, frente a la supuesta inminencia de próximos ataques provenientes de organizaciones extremistas como el Estado Islámico de Irak y Siria, conocido popularmente por su acrónimo ISIS.
El Reino Unido, como ya lo hizo Francia en su momento en ocasión de los atentados de la noche del 13 de noviembre de 2015, que dejaron un saldo de 137 víctimas fatales, militarizó buena parte de su territorio e inició una caza de brujas sobre la comunidad musulmana y muchos conciudadanos descendientes o pertenecientes a la citada confesión. Podríamos así citar una larga lista de atentados terroristas ejecutados en las ciudades más importantes del mundo, y cuyo ícono o representante principal sea quizá el ocurrido contra el centro financiero mundial en septiembre de 2001 en los Estados Unidos.
A esta altura de los acontecimientos, ningún analista medianamente informado puede negar el hecho de que las organizaciones terroristas no son otra cosa que bandas armadas, adiestradas y preparadas como auténticos ejércitos que se utilizan para obtener determinados fines al servicio del capital monopólico.
La burguesía, que atraviesa una profunda crisis a nivel internacional, ha tratado históricamente de resolver sus pugnas internas por medio de conflictos armados. Claro ejemplo de ello han sido las dos guerras mundiales, que le han costado la vida a más de 100 millones de seres humanos en total, de los cuales la gran mayoría eran civiles trabajadores, y sus familias.
En el caso de los atentados terroristas, se trata del mismo mecanismo: la oligarquía financiera en su búsqueda por rapiñar los recursos naturales de los pueblos del mundo; de incentivar el negocio de la guerra como fuente extraordinaria para la obtención de ganancias; y de desplegar su política de terror en el mundo, en su afán de dividir a los pueblos con excusas chauvinistas y religiosas -que no tienen otro objeto más que la división y represión general de los pueblos para flexibilizar a la clase obrera- organiza estas bandas de terroristas mercenarios para generar el caos suficiente como para justificar la intervención «civilizada» de las potencias imperialistas, previa autorización de la Organización de las Naciones Unidas, títere del imperialismo internacional. Organizaciones que no pocas veces “se les van de las manos”, resultado inevitable del anarquismo en el que se maneja este sistema podrido.
El ejemplo del genocidio sirio es bastante elocuente al respecto, y el interés en juego queda lo suficientemente expuesto como para que no nos creamos la fábula de una guerra civil inventada. Pero que quede bien claro: los gobiernos que intervienen para «pacificar» la región y «salvar» al pueblo de la agresión terrorista son el brazo armado de los grupos económicos concentrados que van detrás de sus negocios, es decir de la explotación del recurso de que se trate (sea natural o la guerra misma) y el de sentar las bases materiales y las condiciones apropiadas -entre las cuales la aceptación ingenua de la opinión pública resulta esencial- Para desplegar una mayor escalada intervencionista con mayor impunidad tanto en Siria como en otros países de la región.
No se trata entonces de cuestiones nacionales o religiosas, sino políticas. Cuestiones de intereses de clase. Casi todos los atentados terroristas han servido de excusa para luego justificar una invasión al país o la región supuestamente implicada en el asunto. Así sucedió en la guerra del golfo, o en la guerra de Afganistán. Así sucedió hace décadas durante los años previos a la creación del estado sionista de Israel, cuando las organizaciones armadas Irgún y Stern sembraban el terror en las poblaciones árabes y palestinas.
La burguesía, para llevar adelante sus propósitos, no conoce banderas, nacionalismos ni religiones: lo que importa es aumentar la cuota de ganancia a través de la explotación de la clase trabajadora, es decir, de la generación de plusvalía. Y para lograr su propósito está dispuesta a utilizar cualquier medio, como aquél del cual tratamos en este artículo: el terrorismo internacional. Y aquí la manipulación mediática es una poderosa herramienta de combate: se bombardea a la población con los horrores causados por el terrorismo y sus ataques cobardes -cosa que resalta a la vista- pero se minimiza el efecto de las guerras llevadas a cabo por el imperialismo -al servicio del capital monopolista-. De este modo, la condena de los actos terroristas debería estar acompañada por la condena a aquellos grupos económicos que los financian y utilizan el brazo armado de los estados imperialistas para obtener sus fines. De hecho, las ganancias que dejan estos atentados que supuestamente se dirigen en contra de la «civilización occidental y cristiana» resultan cuantiosas: recursos naturales como el agua, el petróleo, los minerales metalíferos, el crecimiento exponencial de las industrias de armamentos, el negocio de la «reconstrucción» de los países y territorios devastados y que, claramente, se les otorgan a las empresas monopolistas.
Por todo ello, resulta evidente que el terrorismo se constituye en herramienta de alto valor para el desarrollo del capitalismo, es decir, para el sostenimiento de la dominación de una clase sobre la otra y la permanente destrucción de fuerzas productivas. Sólo la Revolución Socialista puede librar a la humanidad de este tipo de flagelos, con el triunfo del proletariado y la destrucción de este sistema opresivo.