El sistema capitalista asocia la democracia a su propio funcionamiento, de tal forma que sus voceros hablan indistintamente del capitalismo y de la democracia, o bien de la democracia y del capitalismo, haciendo sinónimos uno de otro. Dan la idea que la democracia es una sola. Elegir y ser elegidos para los cargos públicos.
Desde esta concepción, la cosa pública, o sea la política, es el ámbito de acción de los partidos políticos que compiten entre sí para cubrir los cargos y desde allí “resuelven” en nombre del pueblo, los destinos de la sociedad. Estos partidos políticos constituyen agrupaciones que expresan intereses sectoriales y que cada cuatro años tienen el derecho de presentarse a elecciones para que la población dirima qué grupo va a gobernar…
Así las cosas, en el ámbito de esa democracia, las diferencias de intereses son secundarias y se justifican en que existen distintos puntos de vista respecto de cómo manejar mejor la cosa pública. Todo subordinado, supuestamente, a un interés mayor y común a toda la población, consistente en el proyecto de nación.
Para llevar adelante el timón del Estado, entonces se requiere “capacidad, preparación, experiencia, honestidad y otras virtudes que no cualquiera posee». En consecuencia, los dirigentes de los partidos políticos son los hombres y mujeres llamados a tomar decisiones, fijar rumbos, constituirse en candidatos a cubrir cargos públicos y, una vez ungidos funcionarios, tomar las decisiones que todo el pueblo deberá cumplir.
Esta democracia nos infunde la idea que, desde el llano, durante las campañas electorales, los políticos discuten ideas, proyectos, métodos y formas de cómo realizar las cosas, pero una vez asumido el cargo público, sobre el traje de su partido político, se calzan la capa del supremo interés nacional, el cual, teóricamente, representan con mayor o menor éxito durante su gestión. ¿Qué es entonces lo que puede criticársele a un funcionario? Sólo la capacidad, la honestidad, la experiencia…Nunca se pone en cuestionamiento el interés que defiende, pues se presupone que se trata del interés nacional. Del interés de clase, ni hablar.
Esto explica por qué ningún presidente, funcionario gubernamental, o miembro de cualquier institución del Estado que haya entregado las riquezas y patrimonio nacionales nunca fue juzgado nunca por traidor a la patria. Una cosa es la democracia para ellos, pero para el pueblo es la dictadura de la imposición de los negocios capitalistas a costa del hambre, la miseria y la hipoteca de las generaciones futuras.
De esta manera resulta “lógico” que el que está en el cargo hace y el que está en la oposición critica civilizada y legalmente. La democracia representativa “funciona”, y todos felices y contentos. A la vuelta del próximo acto electoral, el que fue buen funcionario puede volver a ser elegido y el que ejerció mal su cargo podrá ser remplazado por otro más eficiente. En suma, todo se reduce al cambio de personas. Nos dicen: si no nos gusta el gobierno elijamos otro mejor. Participen, voten y, entonces, las cosas podrán cambiar.
Sin embargo, no participamos, no votamos o si lo hacemos, votamos como un trámite obligatorio que hay que hacer por imposición de las leyes y sin expectativa alguna.
Es que el pueblo trabajador ya sabe -porque lo sufrimos en el cuero- que la cosa pública, los problemas del pueblo, pasan por un lugar y la política burguesa pasa por otro.
Se siente que -mientras las grandes mayorías populares aspiramos a una salida que contemple el interés común, el gobierno, las oposiciones, las instituciones del Estado y los partidos políticos como parte de esas instituciones, discuten y resuelven otros temas, distintos y contradictorios con el sentir y el pensamiento del pueblo. Desde el pueblo, esa política resulta sucia, despreciable, sospechosa y encubridora de negocios turbios.
Los obreros productores de todos los bienes y servicios, los trabajadores que ayudan a la distribución y administración de esos bienes y los que ponen en funcionamiento los servicios, más los propietarios de pequeños bienes de producción que también trabajan con los mismos y los carentes de trabajo y de medios, los niños y viejos, jubilados o no, queremos, aspiramos y soñamos una nación que con el esfuerzo social pueda albergar un presente y futuro en el que podamos desarrollarnos como hombres y mujeres plenos para nosotros y las generaciones venideras.
Enfrentados a ese proyecto, están los dueños de los grandes medios de producción, bancos y servicios, los funcionarios estatales de los tres poderes, los aspirantes a esos cargos, es decir los políticos restantes y las instituciones estatales, incluidos los sindicatos devenidos empresas. Este grupo minoritario de la población alberga el interés de sus negocios que hacen a costa y en contra de las mayorías populares, arrancando cada día una porción de las aspiraciones y sueños de una nación que nos impiden disfrutar.
Tan alejados y encontrados son estos dos sectores de nuestro país, que la democracia de los poderosos significa dictadura para las clases populares. Por eso decimos que no hay democracia a secas. La democracia de este sistema capitalista es la dictadura de la burguesía monopolista.