La lucha intermonopolista es el corolario de un proceso de concentración que marcha a toda máquina en el mundo, y que no tiene otra definición que el agudizamiento de la crisis estructural del sistema capitalista. Concentración y lucha intermonopolista coexisten inevitablemente y, lejos de atemperarse, se agudizan.
Estas determinaciones propias de un proceso irreversible -del cual la propia burguesía monopolista es inconsciente y que se da aun a expensas de su voluntad- tiene expresiones diversas y complejas en cada país, en cada región. El nuestro no es ajeno a ello y aquí -como en cualquier otro escenario- las disputas interburguesas a nivel mundial se ventilan con virulencia, condicionando cualquier salida o alternativa política que quieran implementar.
Cada sector del capital monopolista está en guerra por apropiarse de los negocios de otras facciones, de los negocios que tienen instrumentados los monopolios en las diversas esferas de la producción y las finanzas. En esta guerra se ventila no sólo la necesidad de las ganancias y la ampliación de las mismas, sino –también- la necesidad de sostener el negocio sin ser absorbido, sin ser liquidado. Es decir, es una guerra por la permanencia y por la supervivencia de unos y otros, pero -a la vez- del capital monopolista como tal.
Las armas utilizadas por el gran capital para afrontar este escenario son las herramientas políticas y económicas que el Estado es capaz de instrumentar para viabilizar las demandas de la burguesía monopolista. El desguace de instituciones o empresas del Estado que pueden ser privatizadas, estatizadas o reducidas a una mínima expresión (como por ejemplo las Aerolíneas o la salud pública), la instrumentación de nuevas instituciones, o la adecuación de las existentes, son un reflejo de todo ello.
Las leyes, los decretos, las políticas impositivas, las modificaciones de convenios laborales, los ajustes, las devaluaciones, la dolarización económica, las deudas contraídas, son el arsenal con que cuentan para tales fines. La reducción de los costos laborales y la liberación de mecanismos que el mismo capital ha impuesto en otras etapas y que hoy representan trabas para el capital mundial, constituyen los ejes ineludibles para su concreción.
El capital monopolista, que necesita del Estado para materializar las condiciones políticas y económicas, precisa a su vez que este instrumento sea susceptible de de ser adecuado a los diversos intereses que las facciones dominantes se disputan. Pero los negocios dependen de la correlación que estos intereses detenten en el seno del mismo Estado, de las posibilidades políticas y jurídicas, de sus garantías, de la capacidad de centralización política que estas facciones puedan establecer para sus fines y para ventilar sus guerras. Pero además -y como un aspecto determinante- todo ello depende centralmente de la lucha de clases al cual están subordinadas todas estas condiciones.
El abarrotamiento y la simultaneidad de todas estas demandas entrecruzadas -propias del capital monopolista- conforman una trabazón de intereses que atenta contra la centralización política, contra la propia hegemonía de unas facciones sobre otras.
Todo este armazón -y las transformaciones del Estado- no sólo manifiesta que la “estabilidad institucional” y el séquito de regulaciones de otras épocas tiene que desaparecer, sino que anuncia un precedente de inestabilidad que refleja fielmente las áridas disputas intermonopolistas actuales.
Por ejemplo: la instalación de bases militares chinas y yanquis, en el sur de nuestro país son el corolario de la extracción de petróleo en Vaca Muerta, de la construcción de represas hidroeléctricas en el sur, de la construcción de centrales nucleares, que hoy son el centro de disputa a escala planetaria por el negocio que significan.
El propio G20 será un escenario más para que se ventile esta guerra, porque ya es un hecho en el seno del propio gobierno que refleja esta disputa mundial, donde el ministro Dujovne opera en favor de las garantías de unas facciones y los ministros de Energía operan en favor de otras.
Las disputas en el seno del gabinete “colaboran” a este marco de inestabilidad que el propio desarrollo del capitalismo monopolista de Estado a escala planetaria viene desenvolviendo, atentando contra sus propias necesidades, haciendo aún más difícil la situación política, a medida que la concentración y la lucha intermonopolista avanzan.
El funcionamiento del Estado de los monopolios en su conjunto está sometido a estas condiciones de permanencia y subsistencia de las facciones del capital monopolista, de concentración y guerra de negocios rápidos, de centralización política, que en lo ideológico y en lo político se expresan un caldo en el que se cocinan los rasgos de promiscuidad y parasitismo sin precedentes, que combinan contradictoriamente la necesidad sostener los negocios en el tiempo y de cambiarlos inmediatamente para adecuar a estas nuevas realidades el funcionamiento político institucional del Estado.
La importancia del sistema electoral está dada precisamente porque no es un mecanismo de cambios reales sociales y profundos, sino, un cambio entre unas variantes burguesas y sus esferas de negocios por otras, sazonadas ideológicamente con más o menos demagogia, con más o menos populismo, con más o menos progresismos.
Todo esto calza como un guante en ese juego tortuoso y maquiavélico que la gran burguesía monopolista escenifica a nivel mundial y que le permite sostener su poder. Es decir, contradictoriamente, sostener su poder implicar sostener estas condiciones de inestabilidad y la crisis.
Los soldados que entran en combate en esta guerra no son otros que los gobiernos, los funcionarios ministeriales, los parlamentos, el poder judicial, las cúpulas militares y las expresiones institucionales que las secundan -como por ejemplo, las cúpulas sindicales-, los partidos parlamentarios, el sistema representativo, la prensa y los encumbrados ideólogos del régimen en su conjunto.
En el seno de toda esa superestructura están todos los defensores del sistema capitalista, incluso están también las expresiones que aspiran a ocupar “un puesto de lucha en el seno del poder burgués” engañando a las masas con discursos preñados de ingenuidad y de subestimación.
A través del mismo Estado al servicio del capital monopolista se ventilan no sólo las disputas interburguesas, sino que se expresa -en toda su dimensión- una abierta y declarada guerra contra la clase obrera y el pueblo.
Es decir, aún a expensas de su crisis y de perecer en un proceso de concentración y guerra que se ventila, ellos cierran filas a la hora de defender sus intereses como clase.
Nosotros debemos hacer lo mismo desde la independencia política de la clase obrera, desde las organizaciones de base, desde las iniciativas de acción y organización. Ni el Estado burgués ni el sistema electoral garantizan cambios ni los garantizaran. La única que sí lo hará es una revolución obrera y popular, que barra para con este poder inescrupuloso en manos de la burguesía monopolista.