Seguramente, cuando paramos un minuto en la locura que vivimos, pensamos que a nuestras hijas e hijos les va a pasar lo mismo si las cosas no cambian. Aunque tengan la posibilidad de estudiar, tener un oficio y hasta de recibirse de lo que sea no van a encontrar la felicidad de tener un futuro donde desplegar sus conocimientos, sus sabidurías, o -lo que es más importante- sus sueños.
Porque lo que está mal es el sistema capitalista. Esa maquinaria que construye y alberga las instituciones que se encargan de explotarnos y oprimirnos; así como genera los gobiernos que tenemos, cada vez más corruptos, más voraces, más impunes.
El sistema capitalista lleva ciento y pico de años en nuestro país, pero su nacimiento data de muchos siglos de dominación sobre la sociedad humana.
Una buena parte de ese tiempo, tuvo su auge y su apogeo cuando supo ser la locomotora del progreso, cuando liberó las fuerzas productivas, cuando el ser humano subió un peldaño en la historia de la sociedad.
Pero el capitalismo dejó en el camino ese impulso liberador, generando en sus entrañas el germen que lo iba a transformar en un fenomenal freno para la propia sociedad humana.
El capitalismo es mercancía, es rentabilidad, es negocio, y transformó al ser humano en eso mismo. Transformación que va a contrapelo del desarrollo humano.
El capitalismo desde hace décadas pasó a ser un freno al desarrollo del ser humano, un freno a que sus capacidades provoquen cambios inusitados. El capitalismo, sistema de explotación del hombre por el hombre es el responsable de todo el dolor que padecemos.
El capitalismo necesita crear las instituciones para sostenerse como sistema. De allí que el parlamento, el poder judicial, el poder ejecutivo, las fuerzas represivas, los sindicatos (“oficialistas y opositores”) pregonan la defensa del sistema capitalista.
Eso es lo que -en última instancia- los une y en eso están de acuerdo. Son los monopolios, la burguesía monopolista, la responsable de comprar todas las instituciones para adueñarse de la riqueza que la mayoría trabajadora de nuestro pueblo genera.
Así las cosas, podría pensarse que no hay una salida al sistema capitalista. De hecho, muchos propaladores de “verdades revolucionarias” así lo señalan. “Todo muy lindo, pero no se puede”, “no están dadas las condiciones” y otras frases por el estilo.
Sin embargo, revolucionarias y revolucionarios que hoy transitamos esta historia estamos convencidos que sí vale la pena encontrar una salida a tanta podredumbre. Desde su omnipotencia este sistema fue incapaz de concretar los sueños de generaciones enteras. Eso es utopía: pensar que después de más de 100 años sí lo va a concretar.
Para sacarnos este peso de encima, de atraso, que nos frena, se necesita de una revolución que libere las fuerzas de la sociedad e instaure un sistema socialista que comience a poner las cosas en su lugar.
Esa revolución tiene que destruir al Estado capitalista -que es de los monopolios- y construir un Estado de la clase obrera y de todo el pueblo. Un Estado revolucionario en manos de las mayorías que generan y distribuyen las riquezas, y que someta a las minorías parasitarias que nos llevan a la indignidad de la vida.
Eso es lo que queremos, si se quiere, en grandes trazos. Esos son nuestros ideales, que están muy lejos de ser idealismos. Le ponemos nombre y apellido a las causas que generan tanta impotencia ante tanto dolor y hablamos de quienes son los responsables, se disfracen de lo que se disfracen.
No nos gustan las “medias tintas”: la revolución es posible. Es así porque la gran mayoría de las personas que conformamos ésta sociedad trabajamos y además sabemos trabajar a la altura de las sociedades más desarrolladas.
No es casual que en nuestro país se produzcan mercancías que van a todas partes del mundo con el sello de nuestra calidad laboral, administrativa y de investigación. Somos la fuerza mayoritaria la que produce alimentos para el mundo, tenemos desde los peones y obreros rurales hasta técnicos e ingenieros capacitados para estas tareas y tantas otras del esquema productivo del país.
No hay área que nuestro pueblo no domine. Las formas para producir son cada vez más sociales, cada vez más se concentra la economía y se centraliza el capital. Con estas bases materiales podemos podríamos potenciar las fuerzas productivas a niveles altamente desarrollados.
Pero cuando hablamos de la necesidad del socialismo en nuestro país, de tomar el poder por la clase obrera y el pueblo, estamos hablando de una revolución política.
No estamos hablando de mejorar lo que hay, aunque hoy luchemos con todas las fuerzas para mejorar nuestra situación. Para esa revolución política, una revolución de sueños y esperanzas sobre la base de fuerzas reales que ya existen, tenemos que seguir haciendo lo que estamos haciendo y a la vez, organizarnos políticamente de forma independiente a la clase dominante.
Desde la clase obrera, los y las trabajadoras en general, todo el pueblo, debemos ir profundizando en el pensamiento que la lucha tiene que tener el objetivo liberador del ser humano.
Que vale la pena que las generaciones venideras vean en cada hombre y mujer de nuestro pueblo a alguien que se rebela contra este sistema de opresión. Que sepan que también está en sus manos gestar esa fuerza política revolucionaria, poner las cosas en su lugar y decir bien fuerte que la dignidad no se negocia. Y que la lucha revolucionaria es una salida real ante tanta crisis política, social y cultural que padecemos.