Es sabido (y lo hemos abordado en artículos recientes) que la burguesía monopolista utiliza la pandemia para intentar sostener los niveles de ganancia a costa de la explotación de la clase obrera y el pueblo.
Así, por ejemplo, lo hace eliminando a la competencia, y vemos con estupor la enorme cantidad de pequeñas empresas y negocios quebrados, fusiones en las que un grupo económico absorbe a otro o a una parte de este, generando de ese modo mayor desocupación.
O también vemos con claridad cómo la clase dominante busca su beneficio depreciando el salario a través de la inflación, o aumentando la productividad para sostener su ganancia. En suma, formas diferentes de destruir fuerzas productivas, como mecanismo universal para tratar de superar la crisis de súper producción que ella misma ha creado.
En Argentina, las consecuencias son desastrosas para la población: niveles de pobreza e indigencia insoportables, salarios absolutamente depreciados, desocupación creciente. Y la burguesía, empantanada en su crisis política, no encuentra la manera de resolver sus problemas, porque cada paso que intenta dar, le hace retroceder dos.
Por eso, nos encontramos con una «clase política» perdida, atolondrada, sumida en el desconcierto total, sin rumbo, con una figura presidencial devaluada. Ante semejante estado de cosas, trata de tapar los agujeros por los que se le filtra el agua que ya le llega al cuello. Entonces, recurre la burguesía a otra herramienta que le aporta la situación de pandemia.
El presidente y toda la clase política va cambiando su discurso en función de defender de la mejor manera posible los intereses de la fracción de la clase dominante a la que representan unos y otros.
En medio de la crisis económica y el descontento social, el discurso oficial sostiene, por ejemplo, que podemos salir a trabajar, pero no podemos tener reuniones sociales, y las restricciones a la circulación se refuerzan los fines de semana.
El aparato ideológico del Estado burgués le pide explicaciones al pueblo acerca de su conducta descuidada y lo responsabiliza por el aumento de contagios.
Si los contagios suben es culpa del pueblo. Si bajan, es gracias a las medidas del Gobierno (que nadie cumple, porque ya ha perdido toda credibilidad). Pero de todos modos consigue algunos efectos: el famoso «cuidarte es cuidarnos» fomenta el individualismo, condena la participación social, declara insalubres a los encuentros grupales, sostiene en suma todo un discurso que atenta contra la organización colectiva y autoconvocada.
Sin embargo, una cosa es lo que se pretende hacer, y otra lo que efectivamente se logra. De manera a veces aparentemente pequeña, embrionaria, surge la resistencia.
A veces, esa pequeña lucha se agiganta, y así contamos con los ejemplos de la organización obrera enfrentando al poder del capital: Algodonera Avellaneda, Vitivinícolas, Personal de Salud en Neuquén, y tantos otros ejemplos demuestran que, más allá de los intentos de la burguesía explotadora y sus lacayos del Gobierno, el Parlamento y la oposición para contener la protesta social y la organización de las masas, la tensión va en aumento, aunque por momentos todo parezca transitar en calma.
No hay medida de control social, ni siquiera en épocas de pandemia, que pueda contener el descontento y la ira de un pueblo que debe transitar el camino de la lucha organizada y la unidad para hacerse cada vez más protagonista de su destino.