Reproducimos una carta que nos hace llegar un compañero de Villa Gobernador Galvez, pcia. de Santa Fé.
En ella se relata la situación que padece nuestra clase obrera en la fundición Industria Piñeiro.
Al leer estas líneas desde el más profundo dolor, nuestro odio de clase no puede más que crecer, así como crece nuestra convicción sobre la necesidad de terminar de una vez por todas con este sistema inhumano y decadente, que cada día que pasa se cobra vidas de nuestras hermanas y hermanos de clase.
«Que un obrero desocupado encuentre un trabajo salvador blanqueado, es decir con jubilación, obra social y sindicato, además un churrasco el domingo con su esposa e hijos y que encima sirva ese mismo trabajo para ser digno hijos de sus padres, de sus hermanos de sangre no es una ilusión, es una realidad. Para ser más amigo de sus vecinos, y que lo eleva, otra vez, con un aliento divino que estimula la empatía entre los seres humanos de buena voluntad.
Y eso es como el efecto de una miel pegajosa, porque a ese obrero se le pegan las amistades como la miel. Entonces en sus ratos libres piensa en su trabajo. Y en sus compañeros. Hablar de eso, del puesto de trabajo, el patrón, del jefe de turno, y habla adentro y habla afuera. De lo bien que pone el lomo fulano de tal y del panzón que le chupa el ojo a su compañero. De lo mal que se comporta la patronal negrera. De lo mucho que gana y que no lo reparte.
Solo accede a un salario mal pagado y que tal vez, es mucho para estos tiempos. El negro Lazarini, siente que lo que tiene, debe repartirlo, es solo un pedacito de su felicidad, pero tiene que repartirla. Entonces recomienda el ingreso a un amigo suyo desocupado, al bocón Fernández. Ese poquito de felicidad se lo regala a su semejante, es solo un pedacito, también para el bocón es mucho o bastante, el lo dice. Desde ahí lo admira y respeta. Eso se llama solidaridad, sin dudas se comparte un poco de ella, entonces seguro es solidaridad y fraternidad entre hermanos de clase.
Se compró un antiguo Ford Taunus modelo 1.978, en él iba hasta San Martin y Uriburu a esperar el colectivo que lo llevaría hasta la fundición todos los días. Los amigos de lo ajeno, como decía el, le robaron la batería del auto y los muchachos de local de Rowar le regalaron una vieja. Era insistidor el negro, de su primera esposa tuvo una hija. Este año cumplía 15 años, no tenía plata y no se los podía festejar, es una pena más. Se había separado por esas cosas tan repetidas que suceden en los matrimonios obreros. Se juntó por segunda vez y tuvo otros dos hijos, eran los que tenía hasta este momento.
Rubén Lazarini fue un obrero de la fundición Industria Piñeiro, nacieron por el trabajo las sensaciones, convertidas en porvenir de ilusión o de conquistar algo parecido a eso. Rubén a las cuatro de la mañana de hoy, 5 de octubre de 2021, se ató un cinto grueso en el cuello y se colgó de algún lado firme del baño familiar.
Lo encontró su esposa así. Lo descolgó ella misma entre lágrimas, gritos de espanto y de dolor imparable. Llantos y chillidos de hijos asustados. Morado estaba, morado su rostro desfigurado. En el velatorio hay dolor escondido, penas primitivas renacen buscando adueñarse de las almas desconsoladas. Ellas saben que los que se matan dejan interrogantes sin respuestas para toda la vida. Los dolientes no los lloran, es la vida de indiferencia y su doctrina que otorga a los empobrecidos la cuota suficiente de la fragmentación latente, muy de moda en estos tiempos de pandemia. Hasta alguno repite que el negro fue un cobarde, son habladurías, porque el negro no tiene la oportunidad defenderse.
Estaba casado, a su esposa la tendrá siempre, tiene dos hijos, los tendrá siempre. Que los amaba, lo sabemos de sobra los que trabajamos junto a él. Siempre hablaba de ellos, sabemos que la más chica nació leporina, se juró acomodarla en la medida que fuera creciendo. Trabajó para ello.
Mucho de nosotros lo conocimos arriba del escenario. Bailaba folclore en un ballet de barrio, de un barrio de la capital de la carne. Zambas salteñas, chacareras santiagueñas, chamameces picantes. De bombachas, alpargatas, camisa celeste y pañuelo negro en el cuello. Siempre, en las vueltas de esos ritmos, el bailarín Lazarini miraba profundamente a los ojos de su compañera, a nosotros nos parece que se seducen, que se hallan embebidos de un frenesí inalcanzable, de envidia para nosotros.
Pero el negro Lazarini, decidió ahorcarse en su departamento de los Fonavi de Grandoli y Lamadrid, en el sur rosarino.
¿Por qué? Dicen sus excompañeros de la fundición de plomo. Había sido despedido a fines del 2019 y en el inicio de 2020. Que importa la fecha, la empresa lo desechó por tener demasiado plomo en su sangre, plombemia le llaman ahora, saturnismo le dicen desde la antigüedad.
Luego de un corto y económico tratamiento a cargo de la ART Provincia, lo entregó atado de pies y manos a la patronal, que lo despidió sin mucho trámite y protesta. Lo indemnizo con el 50% de la antigüedad y pagados en 6 raquíticas cuotas. Las normas vigentes espurias acomodadas a los intereses patronales, dicen y aconsejan que, si el obrero es devuelto a su trabajo, aun con plomo en la sangre y si la patronal no tiene un puesto de trabajo sin plomo donde ubicarlo, pueda despedirlo por causa de fuerza mayor.
Y está obligado a pagarle la indemnización como hemos escrito antes. Los abogados dicen que no se puede reclamar nada y las reparticiones públicas del trabajo, miran, solo observan el desarrollo de las relaciones laborales entre un obrero y una patronal infame.
El negro, sin llegar a los 40 años, es convertido en un inválido social. Con plomo en la sangre, no puede acceder más a un trabajo digno, desde el momento en que fue despedido debe desempeñarse en la dura informalidad y sumergirse en una flexible clandestinidad.
El negro Lazarini ingresó sin plomo en su cuerpo a la fundición, y se llevó plomo, pero en su sangre para toda la vida. Algo de dinerillo, casi de compasión, le entregó la ART Provincia, que había recomendado la toxicóloga de la ART, bueno algo es algo, le dijo la profesional. Y hasta la vista. Con ese dinerillo puso un kiosco en el barrio, que como se podía prever, fracasó al poco tiempo, con esa intención se esfumó aquella escuálida indemnización obtenida de las normas vigentes.
Se empleó como peón de taxi el negro, que negro este, nunca supimos de sus dotes de conductor eximio. Una vez en la fábrica cayó con su tractor en la laguna de ácido sulfúrico residual proveniente de las baterías desechables. Rubén Lazarini no puede decir más nada, de lo que nos decía antes entre risadas. Los chistes gruesos, las débiles cargadas, porque el negro era católico de orgullo. Se mató un 5 de octubre, en un día de cobro salarial, como si estuviera empleado en la fundición de plomo. Nosotros que podemos decir algo chiquito, decimos hasta la vista negro, hasta siempre. Fuiste, sos un obrero como nosotros. Te recordaremos siempre.
Hace tres años, Sergio Acevedo, otro obrero de industria Piñeiro, tomo la misma decisión, el prefirió arrojarse a las aguas del río marrón un sábado a la noche. Lo encontraron el miércoles de la semana siguiente enredado entre tanzas, hilos sintéticos y yuyos sin clasificación.
La semana pasada Cristian Gómez, se arrojó debajo de las ruedas de un pesado camión, en el barrio Puente Gallego. Se mató Cristian, dijeron sus amigos. Hace dos años fue despedido por Industria Piñeiro, con plomo y demasiados accidentes sobre su cuerpo. Tenía el físico repleto de incapacidades, ambicionaba una pensión a los 40 años, con pocas posibilidades, les contamos lo que hizo».