La burguesía nos está llevando a una nueva trampa política: la cuestión del “antifascismo” y el “anti-wokismo”.
Lo que parece una discusión ideológica no es más que una nueva trampa política electoral.
En este artículo te explicamos por qué.
En primer lugar, debemos preguntarnos: ¿qué es el fascismo? ¿Es una política económica? ¿Es una corriente ideológica? ¿Es producto de la voluntad de un gobierno de turno?
El fascismo surge como producto de una tensión especial en la lucha de clases, en donde el proletariado, en reflujo, desgastado en sus acciones revolucionarias sin poder tomar el poder pleno, carente de una clara dirección política[1], o una combinación de estos factores, se encuentra en una correlación de fuerzas desfavorable que no le permite evitar el triunfo de la burguesía.
El surgimiento del fascismo tiene su base en una gran crisis política y económica que hace ingobernable la sociedad capitalista mediante el régimen de democracia burguesa y la necesidad de propinar una derrota contundente a la clase obrera.
De ahí que el fascismo no se trata solamente de un autoritarismo implantado desde arriba, sino que logra ganarse el apoyo de sectores de masas. Primero, de la pequeña burguesía. Luego, de sectores atrasados del proletariado, levantando la bandera de un fanatismo nacionalista, en contra del peligro extranjero (comunistas con ideas foráneas, xenofobia contra inmigrantes, en Alemania contra los judíos, etc.).
También tiene un contenido expansionista que, así como en Alemania e Italia se expresó mediante la conquista de territorios, en el franquismo se manifestó mediante la ambición imperial falangista de crear con América una confederación panhispánica encabezada por España.
Por ende, no importa dónde uno se detenga a analizar la historia del fascismo, verá siempre repetirse estas tendencias.
El ascenso de Hitler es la respuesta de la burguesía alemana al período de huelgas, insurrecciones y levantamientos armados sucedidos durante la República de Weinar (1919-1923), motivados por una profunda crisis que se desarrollaba acompañada por el sometimiento de los vencedores de la primera guerra mundial que hacían pagar a Alemania los costos de la derrota, dándole a la sociedad un marco de humillación. De hecho, el último levantamiento se produce en octubre de 1923, mientras que el intento de golpe de Hitler sucede en noviembre del mismo año.
El ascenso de Franco es una reacción a la República en España, caracterizada por su falta de unidad política. Es decir, una clase obrera y sectores populares profundamente fragmentados en cuanto a la orientación de dicho proceso.
El ascenso de Mussolini es la respuesta de la burguesía italiana al movimiento huelguista sucedido durante el llamado “bienio rojo” (1919-1921), un movimiento que va a culminar 1920 con una toma general de fábricas en manos de la clase obrera, que las pone a producir de manera independiente frente al lockout patronal. En ese proceso surgen las organizaciones de autodefensa armadas conocidas como las “Guardias Rojas”.
Esa extraordinaria gesta proletaria no fue suficiente para lograr la toma del poder, y su ímpetu fue mermando a causa de la ausencia de una firme dirección revolucionaria que dio lugar a la vacilación y al retroceso. Esto en el marco de un creciente desempleo, recortes salariales y empobrecimiento de masas producido por una marcada crisis capitalista.
En ese marco, levantando un nacionalismo a ultranza, apoyado en la porción más reaccionaria y concentrada de la burguesía, sectores medios y parte del proletariado más atrasado, el fascismo se abre paso logrando hacerse posteriormente del gobierno.
En nuestro país, el propio golpe de 1976, con aristas fascistas, surge frente a un retroceso parcial del proletariado y tras una ausencia de dirección política clara luego del Rodrigazo.
La corta vida del proceso militar en Argentina estuvo dada justamente por su falta de apoyo de masas. Por lo que, a pesar de la represión desatada, facilitada por este retroceso momentáneo, y a pesar de haber sido diezmadas las organizaciones revolucionarias, la clase obrera derrotó, a fuerza de huelgas y sabotajes, a la dictadura, contando con un amplio apoyo de sectores de la pequeña burguesía.
Como se ve, la implementación del fascismo no es una cuestión ideológica, ni tampoco obra de la voluntad deliberada de un gobierno puntual, sino una política especial de la burguesía cuando no puede echar mano al engaño para sostenerse en el poder y necesita implementar la represión apoyada por sectores de la pequeña burguesía y parte del proletariado, única garantía de continuidad de dicho proceso.
Es de destacar el hecho que el capitalismo hoy, en la era de la llamada globalización imperialista, ha modificado su base material que en las experiencias citadas lo llevaron a ejercer el más ultramontano nacionalismo, a pesar de los Trump, los Putin, las Meloni, y compañía, quienes agitan el cierre de fronteras y aumentos de aranceles de importación, xenofobia y homofobia, poniéndolos en una situación extemporánea y rayana en lo ridículo, frente a las aspiraciones de los pueblos que luchan por mayores libertades democráticas.
Lo dicho, nos muestra que, a pesar de la tendencia a la reacción del capitalismo en su fase imperialista, no necesariamente conduce al fascismo.
Por eso, el autoritarismo impartido por tipos como Trump, Milei, Putin, etc., no se llama fascismo.
¿De qué se trata entonces?
Durante los últimos 45 años, la forma de dominación por excelencia que ha asumido el capitalismo ha sido la democracia burguesa. Con ella consiguió, mediante el engaño, más que mediante la represión, desmembrar la conciencia de la clase obrera y avanzar en sus políticas de explotación.
Pero sus instituciones se fueron desgastando. Y a partir de la crisis de las puntocom primero, y de la crisis del 2008 después (esta última profundizando la crisis política sobre todo en Europa y en Estados Unidos), la política parlamentaria tradicional comenzó a verse seriamente resentida.
La respuesta de la burguesía fueron los populismos de “izquierda”. Pero tan pronto como estalló la siguiente crisis de superproducción en 2020 (irresuelta hasta hoy), los populismos que ayer garantizaron el engaño perdieron eficacia y, a su sombra, la burguesía impulsó otros populismos: los de “derecha”.
Montados sobre algunas aspiraciones populares (como el odio a las burocracias sindicales, a los monopolios, o a la inseguridad y el narcotráfico), imponen discursos violentos para encarnar la bronca que anida en las masas y guiarla hacia el redil de la xenofobia, el racismo y el anticomunismo.
Así, montados sobre aspiraciones populares, generan una nueva grieta parlamentaria: el “anti-wokismo”, o sea, el “antiprogresismo”. Este discurso ha prendido en algunos de los sectores más atrasados de la pequeña burguesía, que ve en los gobiernos progresistas la causa de su crisis. No obstante, el avance de este “anti-wokismo” es sumamente limitado, por cuanto pretende arrebatarle derechos políticos al proletariado y al pueblo.
La afamada libertad, sostenida por los Milei’s, rápidamente se derrumba frente al creciente cercenamiento de libertades políticas (o mejor dicho, a la voluntad de aplicar tales recortes sobre dichas libertades). La prematura crisis de esta alternativa populista “de derecha” trae una reconfiguración del progresismo que ahora no pelea contra el “neoliberalismo”, sino contra el “fascismo”. Así nos van construyendo una nueva grieta sobre las ruinas de la grieta anterior: “Fascismo vs. antifascismo” o bien “Wokismo vs. anti-wokismo”.
He aquí el elemento central: la democracia burguesa, el juego parlamentario con sus instituciones, sigue siendo, tanto para unos como para otros, la forma fundamental de dominación durante el periodo actual. No sólo que estos populismos no son fascistas por no cumplir con su definición, sino que vienen a reforzar ya sea directa, o indirectamente, la idea de la famosa «defensa de la democracia», que no es más que la defensa de la democracia burguesa con su correspondiente represión a la democracia obrera.
Entonces, si no hay peligro de fascismo porque no existe un movimiento revolucionario capaz de cuestionar el poder a la burguesía al cual hay que conjurar, ¿podemos concluir que Milei no es un facho?
Una cosa es la aspiración individual, política e ideológica. Otra muy distinta, las condiciones concretas de la lucha de clases. Milei, al igual que Trump o Meloni, pueden aspirar a lo que quieran y encarnar un pensamiento desbordadamente anticomunista y represivo. Otra cosa son las condiciones concretas en que se desarrolla la lucha de clases. Mientras la democracia burguesa siga siendo el régimen fundamental de dominación, las aspiraciones individuales quedan en eso, en aspiraciones. Al fin y al cabo, la burguesía recurre a una u otra forma en la medida en que éstas se ajustan mejor al desarrollo de sus negocios, siendo la explotación del obrero el factor principal.
Da igual la forma de gobierno mientras ésta garantice la máxima extracción de plusvalía. Repetimos: hoy esa forma sigue siendo el engaño mediante la democracia burguesa. En conclusión, respondiendo a la pregunta anterior: Milei puede ser un facho en el sentido aspiracional (es decir, que le encantaría encarnar una represión despiadada sobre el proletariado si de él dependiera), pero su régimen no es ni puede ser fascista en estas condiciones. De hecho, hasta presenta serias dificultades para aumentar sus rasgos autoritarios, como quedó demostrado en la marcha del sábado 1° de febrero de este año.
Por eso, objetivamente, la campaña antifascista sólo tiene un objetivo: plantear como alternativa un frente anti Milei de cara a las elecciones, lavándole la cara, una vez más, al capitalismo. Además, estas fuerzas políticas pretenden inculcar el terror frente a la lucha: como se viene el fascismo, que es lo peor de la represión, entonces hay que guardarse y esperar al momento oportuno, siendo ese momento las elecciones.
Todo esto con un agregado: como el fascismo, como tal, debe contar con sectores atrasados de masas que apoyen dicho proyecto, y esos sectores no se identifican en términos de clases bajo el discurso progre, entonces, hasta mi propio compañero de trabajo es «el enemigo que votó por el fascismo». Se trata de una enorme trampa política para dividir a los trabajadores y rescatar a la democracia burguesa como única vía posible para los pueblos.
El marxismo de escritorio
Si de un lado se han levantado los populismos “de derecha», del otro asoman tímidamente las «izquierdas de derechas»: personas que levantan la crítica al progresismo y el reformismo tradicional, pero basados en un supuesto marxismo que no resiste el menor análisis y, sobre todo, que no mueve un dedo. Esta tendencia, que no se materializa en ninguna organización específica (aunque en general son todos ex militantes de izquierda), se ha manifestado bastante ante esto del “fascismo”. Por rechazo al reformismo, entienden que la definición de fascismo no cabe a la actual etapa y que, en realidad, se trata de una oportunista movida electoral. Sin embargo, cometen dos errores que no podemos dejar de mencionar.
En primer lugar, como deformación universitaria de manual, entienden el fascismo desde el punto de vista de la “corporación estatal”. Entonces, ¿cómo va a ser fascista Milei si es liberal y está en contra del Estado? Quienes ven las cosas así cometen exactamente el mismo error que quienes piensan que el proyecto de la burguesía es el fascismo por el simple hecho de que Milei sea un reaccionario y homofóbico recalcitrante. Quienes así entienden el problema no se han detenido un segundo a pensar que la “corporación estatal” de Mussolini se correspondía con el «Estado interventor» de Keynes, que era la forma económica necesaria de acumulación capitalista de ese período y no la expresión política o la voluntad individual lo que determina el contenido de esa “corporación”.
El otro punto, más importante todavía, es la negación de los derechos políticos conquistados por las minorías (mujeres, disidencias sexuales, derechos de los pueblos originarios). En los últimos diez años, la burguesía fue muy hábil en tomar las reivindicaciones de las mujeres y el colectivo LGBT para dividir a los trabajadores. No podemos negar que han tenido un éxito parcial notable en ello. Sin embargo, sus reivindicaciones no dejan de ser justas, por cuanto constituyen reivindicaciones de mayores libertades políticas. La lucha por mayores libertades políticas es central para que la clase obrera y sectores populares salgan de su letargo de manera definitiva, por cuanto despierta a la vida política a amplios sectores de la clase y el pueblo que están atravesados por estos problemas. Unifica a la clase obrera en cuanto elimina divisiones impuestas por la dominación de clase (racismo, xenofobia, machismo, etc.). Le ayuda a la clase obrera a comprender la importancia de conseguir libertades políticas en el ámbito laboral, elemento esencial para que ésta pueda desarrollar su conciencia. Golpea y profundiza la crisis política de la burguesía, haciendo trastabillar al gobierno y arrojando a miles a las calles, demostrando una vez más que, frente a la masividad movilizada, el “fascismo” no existe y el poder del gobierno no es tan imbatible como le gusta presentarse.
Por eso, las y los revolucionarios no podemos caer en la trampa electoralista del frente antifascista que pretende rescatar a la democracia burguesa para atemorizar a las masas, así como tampoco podemos boicotear la lucha por mayores libertades políticas que llevan a cabo importantes sectores del pueblo trabajador, aunque lo hagan bajo las consignas erróneas teóricamente e impuestas prácticamente, como lo es la consigna del antifascismo.
A las y los revolucionarios nos toca alertar y dar la lucha política e ideológica a esas trampas de la burguesía, pero siempre, siempre parados desde la lucha de clases, es decir, desde los intereses concretos de la clase obrera. Y para nuestra clase, hoy no hay mayor interés que la lucha por la libertad política, la lucha por poder expresar opiniones políticas y organizarse libremente.
[1] Esta correlación de fuerzas en desventaja o carencia de dirección política clara no significa la ausencia de un partido revolucionario.