Mientras el ministro de Economía, Luis Caputo, solicitaba ayuda financiera a los Estados Unidos —destinada a satisfacer a los bonistas acreedores y no a cubrir las necesidades del pueblo trabajador— con el objetivo de extender una gobernabilidad cada vez más comprometida, el presidente Milei y su banda gubernamental montaban un espectáculo que bien podría calificarse de bochornoso y hasta obsceno.
Poco les importan las necesidades de los trabajadores y del pueblo oprimido, cuyas demandas chocan frontalmente con la voracidad de los acreedores y la troupe presidencial con su claque. En tiempos de elecciones, todo vale: el lamentable histrionismo del presidente y sus funcionarios es criticado por los partidos de la “oposición”.
Pero esas críticas buscan fundirse con los repudios genuinos de la población oprimida, que surgen de las condiciones de vida cada vez más decadentes impuestas por la batería de resoluciones emanadas de la Casa Rosada.
Pero, ¡ojo! La oposición, especialmente aquella enrolada bajo las múltiples variantes del peronismo, dirige sus ataques contra la vocación narco del gobierno, los chanchullos empresariales, las coimas de funcionarios y ciertos ribetes grotescos de las formas presidenciales. Sin embargo, omite —o más bien apoya, ya sea protagónicamente o por omisión cómplice— todas las medidas que atentan contra las condiciones de vida de los trabajadores y los sectores populares: la flexibilización laboral, los rulos financieros (carry trade) que garantizan ganancias obscenas a la gran burguesía mientras generan deudas que terminará pagando el pueblo, y el destino de recursos que se niegan al pueblo y se orientan al engrosamiento de los capitales.
Hay, entonces, dos significados distintos en el grito de “¡Fuera Milei!”. Uno proviene de las mayorías oprimidas, que repudian todas las medidas que degradan sus condiciones de vida. El otro, de los sectores burgueses que aspiran a ocupar los lugares de privilegio que hoy detentan los funcionarios del gobierno, los parlamentarios y los miembros del Poder Judicial.
La llamada oposición busca fusionar ambas demandas en una sola —la suya— para presentarse como alternativa y volver a engañar a las grandes masas que anhelan un cambio. Resulta patético escuchar o leer cómo estos señores claman a los cuatro vientos que las próximas elecciones son el vehículo para lograrlo, desesperados por convencer de que hay que acudir masivamente a las urnas. Tratan de enredarnos en la disyuntiva: “este gobierno o la opción peronista”.
Pero la diferencia entre esas opciones gubernamentales —peronistas o antiperonistas— no implica una disputa entre intereses opuestos. Se trata, en todo caso, de diferencias de forma, de ritmo en la aplicación de las mismas medidas sustanciales: garantizar las ganancias de la clase dominante y su gobernabilidad. Son, ambas, formas de gobierno de una misma clase.
Lo que no se atreven a decir es que esas formas están siempre sujetas a la correlación de fuerzas en cada momento de la lucha de clases. De esa correlación depende el cariz que toma cada decisión gubernamental o institucional, y cómo se ejecuta o se frena frente a la movilización y la lucha que impulsa la fuerza acumulada de trabajadores y sectores populares.
En esto radica el esperpento que exhibe la degradación actual del gobierno: la presión y la firme resistencia creciente del pueblo trabajador arrinconan al poder, remueven el estiércol de las alturas y destapan las costras, dejando expuesto el pus de la decadencia burguesa en todas sus variantes.
Porque el narcotráfico, los chanchullos, las coimas, el saqueo de los recursos estatales y la delincuencia en todas sus formas —conocidas y por conocerse— son patrimonio común de todos los partidos políticos que han gobernado o colaborado con los gobiernos, sostenidos por los capitales que operan tanto dentro del país como desde otras latitudes.
La crisis política de la burguesía implica también crisis del proletariado y pueblo oprimido. La primera es terminal (aunque demore años en resolverse), la segunda es de crecimiento y protagonismo, aunque le cueste parir.
Por todo lo expuesto, el camino del pueblo trabajador y oprimido debe ser enfrentar con decisión a cualquier gobierno de la burguesía, sea cual fuere su disfraz. Es necesario organizar fuerzas políticas nacidas desde la acción de las bases y tejer la unidad imprescindible para converger en una sólida fuerza nacional que constituya la verdadera y única opción de poder contra el dominio burgués.