Como es de público conocimiento, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner se quebró el tobillo. El accidente doméstico ocurrió en Santa Cruz. Cuando la mandataria pretendió hacerse una resonancia magnética en el Hospital Regional de Santa Cruz, no pudo hacerlo ya que el resonador no funcionaba.
Diez días antes, los trabajadores del centro hospitalario «festejaban» con una torta que exhibía una velita, el primer aniversario del resonador sin funcionar.
Inmediatamente la inefable oligarca ordenó la movilización del avión presidencial a bordo del cual se trasladó a la Ciudad de Buenos Aires para hacerse tratar en el Sanatorio Otamendi.
La presidenta probó una gotita de su propia medicina, lo cual la puso nerviosa y de muy mal humor. La falta de recursos destinados al mantenimiento de los servicios de salud también le afectó a ella. Claro que, como miembro y eficaz servidora de la oligarquía financiera, resolvió casi sin transpirar, la atención médica que no le dio el efector público, utilizando como siempre y en forma discrecional los recursos del pueblo.
Ésa es la diferencia con el pueblo trabajador que no puede resolver así de fácil los problemas de salud. Además, en el mismo hospital, hace poco más de diez días, se rompió también el tomógrafo quedando sin servicio. El sufrimiento de los santacruceños para sus problemas de salud se agranda y se prolonga porque la clase social a la que pertenece la presidenta les niega los recursos para resolverlos.
El pueblo santacruceño, al igual que el pueblo de todo el país, padece las políticas del Estado al servicio de los monopolios que primero se apropia de todos los recursos generados por los trabajadores y el pueblo y luego los utiliza para sostener, y en lo posible aumentar, sus ganancias, al tiempo que escatima recursos para la atención de las necesidades de la población que no cuenta con otra posibilidad.
Así como la oligarca presidenta resuelve sus necesidades, o la de su familia (recordar el despliegue del avión presidencial para buscar a su hijo por un problema de rodilla o para internar a su hija por una afección que no trascendió), toda la oligarquía financiera está protegida por el Estado, mientras que el mismo Estado se erige como herramienta de suplicio para la población trabajadora.
El ejemplo es muy gráfico y pinta de pies a cabeza la realidad clasista que vive nuestro país, aunque es sólo una pequeña y casi insignificante muestra de los enormes, persistentes y profundos males que ocasiona al pueblo la burguesía en el poder, los cuales, además, se proyectan a futuro profundizando y empeorando las magras condiciones de vida que hoy sufrimos.
Lo mismo se aplica para los problemas de seguridad, vivienda, alimentación, educación e ingresos para la clase productora (la clase obrera) y los trabajadores y pueblo en general.
Todos los problemas y conflictos son productos de la división de clases entre la minoritaria burguesía monopolista que posee todos los recursos, incluido el Estado mismo, y la clase obrera que produce todo lo existente y no es propietaria de ningún recurso que le permita vivir sin someterse a la cruel explotación capitalista, pues diariamente junto al pueblo trabajador es expropiada de su fuerza de trabajo.
Por eso negar la existencia y lucha irreconciliable entre estas clases antagónicas es abonar la fantasía de los cómplices y medrosos de las confrontaciones que nos quieren engañar con un mundo idílico en el que los oligarcas piensen en las necesidades de la población, se preocupen y pongan manos a la obra para satisfacerlas. Estos son los que cada cuatro años, nos llaman a apostar a la buena voluntad de los candidatos a gobernar los destinos del país, tratando de convencernos que a través del curso de la desvencijada y corrupta «democracia» burguesa, que ahora levanta un proyecto «nacional y popular», y mañana un proyecto con otro nombre, iremos acercándonos a una sociedad más justa. Siendo que en realidad ocurre todo lo contrario, pues día a día nos alejamos de toda justicia para el pueblo.
Con esa cantinela, pretenden postergar combatiendo a diestra y siniestra cualquier idea sobre la necesidad de los cambios de fondo que requiere la revolución socialista que ponga al derecho lo que hoy está de cabeza. Es decir, las riquezas para quienes las producimos socialmente y la sufriente nostalgia de los privilegios para la clase parasitaria que vive a costa de nuestra sangre.