El triunfo electoral de Donald Trump disparó las opiniones más diversas en cuanto a las propuestas del personaje en cuestión. Asociado al triunfo del Brexit y a la aparición de nacionalismos-populismos de toda estirpe, los ilusos que abogan por un capitalismo “diferente” intentan ir en contra del mismo desarrollo del capitalismo como sistema y recrear características del mismo que han sido superadas históricamente.
Es así que la nueva cantinela anuncia el fin de la globalización y la vuelta a políticas proteccionistas y “soberanas”, como si la llamada globalización fuera un proceso que dependiera de las voluntades de unos pocos y no de una etapa más del capitalismo en su fase imperialista.
El imperialismo es la concentración y centralización de capitales, capitales que generan con su trabajo grandes masas de obreros en el mundo. El carácter intrínseco del imperialismo, como fase del capitalismo, es que es un fenómeno mundial; ningún rincón del planeta deja de estar bajo el influjo de la oligarquía financiera.
Cuando Lenin describió este fenómeno, a mediados de la década del 10 del siglo pasado, definió que una de las características principales de esa etapa del capitalismo era que los países imperialistas luchaban por el reparto de las diferentes zonas del mundo, en su búsqueda permanente por extender su influencia y ganar mercados para acrecentar sus capitales.
La época de la “globalización” significa una profundización de este proceso, dado que los capitales no solamente luchan por el reparto del mundo (cosa que es permanente y forma parte de su esencia) sino que consideran y actúan en el planeta entero como un solo mercado mundial. En eso radica toda la disputa.
Y con un condimento esencial: este proceso es comandado por Estados que ya no representaban los intereses de sus burguesías nacionales, sino de inmensos conglomerados industriales, comerciales y financieros, altamente trasnacionalizados, que profundizaron ese carácter trasnacional en las últimas tres décadas.
Lo que hoy está ocurriendo es que la lucha de clases de los pueblos del mundo está poniendo de relieve la insalvable contradicción entre las políticas económicas del imperialismo y su falta de respuestas políticas para afrontarlas. De allí el surgimiento de los “fenómenos” nacionalistas/populistas, como un intento desesperado de la burguesía monopolista mundial de huir hacia delante pero que, materialmente, no pueden ir en contra de un proceso que es objetivo y no depende de la voluntad de nadie. La “globalización” es la única política del capital concentrado para esta etapa del imperialismo.
El único fin posible de la globalización es el fin del capitalismo mismo, porque son la misma cosa. Es el imperialismo en su etapa trasnacionalizada y en la que los monopolios imponen sus intereses a los Estados. Una burguesía trasnacionalizada puede tener contradicciones y disputas (de hecho, éstas están a la orden del día y se seguirán profundizando) pero nunca puede “desarmar” esa trasnacionalización, porque éste es el carácter distintivo del capitalismo en esta etapa histórica.
La lucha de clases mundial está condicionando como nunca antes a la burguesía monopolista, cuestionando su “globalización”, y sumergiéndola en una crisis política sin precedentes que será resuelta con la materialización de propuestas de revolución socialista.
La lucha irreconciliable contra el capital monopolista mundial, en todas las variantes que éste presente, es la única política que está lejos de vender ilusiones a las masas que retrasen esa lucha revolucionaria.