No puede separarse la ofensiva lanzada por las fuerzas de la OTAN en las últimas semanas en Libia, con lo que está pasando en el resto del mundo. No será la primera ni la última vez que el imperialismo intente con la guerra resolver sus acuciantes problemas. Si no estuviéramos hablando de la muerte y la destrucción que trae aparejada la aventura militar en ese país del África, parecería que estamos ante una enorme operación propagandística que solamente persigue tapar los efectos de la irresoluble crisis que está atravesando el imperialismo mundial.
Además del petróleo, las fuerzas militares de las potencias imperialistas buscan asegurarse el establecimiento de sus fuerzas en una región del planeta convulsionada al extremo que, con los sucesos en Egipto y Túnez, cambiaron el mapa geopolítico de toda esa zona. Gadafi ya es historia, pero la Historia no se termina. Lo que sigue es una nueva experiencia de empantanamiento político y militar de las fuerzas de ocupación, tal como sucedió en Irak y Afganistán.
Ni el pueblo libio, ni los demás pueblos de la región, ni tampoco los pueblos de los países ocupantes, son convidados de piedra en todo este proceso. Allí está el verdadero problema de la burguesía mundial. Sus discursos a favor de la paz y la democracia, más que letra muerta, son nuevo combustible que alimenta la indignación y el odio a esa clase. La lucha de clases condiciona toda iniciativa que quieran llevar adelante y ese es su principal problema político que ninguna guerra, ni ningún discurso, es capaz de frenar.