Las manifestaciones de la crisis capitalista mundial se expresan con una profundidad y extensión, podríamos decir, inéditos en la historia. Es una crisis que tiene como aspecto singular la “implosión” de la llamada globalización.
Con la caída de la Unión Soviética y de los países del llamado campo socialista, la oligarquía financiera impuso el discurso del fin de la historia, el mundo unipolar, entre otras tonterías. Mágicamente, el capitalismo habría encontrado la “solución” para superar las contradicciones de clase; la clase obrera habría dejado de existir y, por ende, su dominio sería eterno. Debemos decir que ese discurso hizo mella, y cómo, en las frágiles convicciones de fuerzas políticas otrora revolucionarias, las que se adaptaron mansamente a esas ilusiones y reprodujeron y actuaron bajo el influjo del discurso dominante.
Tal discurso iba acompañado de otra mentira, tan endeble como la anterior. Nos referimos a la afirmación que el sistema capitalista no sólo había dejado atrás la lucha de clases sino, además, entraba en una época en la que la competencia intercapitalista vendría a ser reemplazada por la “cooperación” entre los países. De pronto, el carácter esencialmente retrógrado y egoísta del sistema sería superado por la constitución de bloques económicos que superarían las contradicciones propias de la clase en el poder y se ayudarían entre sí en un juego de “todos ganan”. Los monopolios se sentarían en una mesa en la que honrarían ese supuesto compromiso de caballeros, dejando atrás la voracidad por la ganancia y la derrota del competidor.
Para completar el espejismo de un capitalismo con alforjas llenas de felicidad, se prometía a los pueblos un porvenir de ventura y realizaciones.
A un poco más de tres décadas del inicio de esa etapa las ilusiones y las fantasías se deshacen ante una realidad antagónica a las mismas.
La aceleración y exacerbación de las contradicciones al interior del sistema y el alza de la lucha de clases a nivel mundial muestran que la actual crisis, muy lejos de superarse, seguirá un rumbo de agravamiento superlativo.
La humanidad está asistiendo a una época en la que las distintas facciones del capital monopolista actúan bajo un grado de inmediatez e inestabilidad monumentales.
Nada es permanente, todo es efímero. Las alianzas y acuerdos vuelan por los aires en plazos que, analizados desde la óptica de los procesos históricos, pueden medirse en minutos. La llamada guerra por la hegemonía mundial, encabezada por los Estados imperialistas de EE.UU y China, se manifiesta con una saña propia de las fieras, en la que nadie es confiable, nadie puede garantizar dominar al otro por mucho tiempo. Un todos contra todos en el que el único acuerdo es cómo seguir explotando y oprimiendo a los pueblos del mundo como condición para alargar la vida del modo de producción capitalista.
Esta confrontación, como decíamos, tiene a los países mencionados como mascarones de proa. Sin embargo, lo singular es que al interior de esos países también las alianzas y los acuerdos son endebles y precarios como nunca antes.
El grado de concentración y centralización del capital ha llegado a tales niveles de interdependencia y entrelazamiento que se vuelve imposible determinar ya no sólo su origen o nacionalidad, sino su propia pertenencia a los Estados imperialistas.
Queremos decir que dichos Estados no representan los intereses de una clase burguesa unificada y sólida sino absolutamente atomizada en una lucha sin cuartel entre facciones de la misma por el control del aparato estatal. Es esa guerra de todos contra todos la que determina que ninguna alianza, ningún acuerdo, ninguna estabilidad sea posible.
El capital monopolista mundial está llevando así al planeta hacia un destino de irracionalidad absoluto.
Guerras, pandemias, destrucción del medio ambiente, explotación irrefrenable del trabajo humano, opresión, deterioro de las condiciones de vida de miles de millones de seres humanos como condición para seguir adelante con la depredación, determinan un presente que permite afirmar que el capitalismo ha fracasado como modo de producción dado que no garantiza ninguna condición digna de vida para el presente. Y mucho menos para el porvenir.
Las fuerzas revolucionarias que luchamos por el poder, por el derrocamiento de la burguesía y su sistema de dominación del ser humano y la naturaleza, debemos afirmarnos en la convicción que este proceso seguirá su curso de profundización y, lejos de alimentar ilusiones que persigan amortiguar las contradicciones, debemos actuar sobre las mismas con un trabajo perseverante y constante sobre la clase obrera para dotar a la misma de una perspectiva estratégica, una política irreconciliable con la clase enemiga, con cualquiera de sus variantes, sin perseguir ninguna ilusoria búsqueda de facciones burguesas con las que transitar ningún camino en común. Mucho menos tomar partida para resolver las contradicciones al interior del imperialismo.
Por el contrario, una política de clase, revolucionaria, debe actuar sobre tales contradicciones para aprovecharlas a favor de la historia y nunca intentando volver atrás la misma. La lucha sin cuartel contra el enemigo de clase deshecha toda posibilidad de hallar “imperialismos humanitarios” sino la búsqueda por la derrota definitiva del mismo.