La noticia leída por el locutor de la radio daba cuenta de que la sequía en Estados Unidos está arrasando con los cultivos, dado lo cual, el precio internacional de la soja se eleva a niveles récords. “Esto es muy beneficioso para nuestro país”, decía, “ya que alienta la siembra de mayor cantidad de hectáreas y la garantía de un magnífico precio a la hora del cultivo”.
Otro personaje, el secretario general del SMATA de Rosario, Marcelo Barros decía algo parecido al comentar con entusiasmo el cierre de una planta de General Motors en Brasil: “…mientras la planta del país vecino siga parada, serán los trabajadores de la región los que deberán compensar esa falta de producción y abastecer el mercado, al menos en lo que hace al stock de Corsa Classic, que se fabrica tanto en Argentina como en Brasil.”
Estos comentarios revelan la esencia del sistema capitalista y su endiosada competencia.
Por siglos, los ideólogos del capitalismo han sostenido y sostienen que la competencia es la base del desarrollo. “Así funciona el sistema que, además, refleja la esencia del hombre que es, esencialmente, competidor”.
Si no hay competencia, nos dicen, no hay motivación, no hay innovación, los mediocres se imponen a los “talentosos”, en una palabra: todo muere, nada se desarrolla.
Sin embargo, el sistema capitalista con su competencia ha generado el monopolio, es decir, la eliminación constante de competidores más débiles. Lo cual fue limpiando el terreno, a tal punto que en no pocas áreas, sólo existen puñados de monopolios que son los dueños absolutos de los mercados.
Pero la competencia capitalista va más allá. Lleva, a apoderarse de lo que otros tienen ya sea medios de producción, territorios, ideas, fuentes de materias primas y recursos naturales, tecnología, etc.
Como sabemos, esto ha sido y es, cada vez más, la causal de guerras, ocupaciones, coloniaje, destrucción masiva de seres humanos, etc.
El derecho de patente es hijo de esa competencia absurda que pretende apresar el conocimiento en beneficio individual. Pero eso es tan imposible como juntar agua con un tenedor. Pueden lograrlo por un tiempo, pero termina cayendo ante al avance inexorable de la tecnología, que a pesar de las trabas y destrucción, es acicateada por la inagotable sed de ganancia.
Esa competencia que se da por arriba, es decir, en la disputa de la propiedad privada de los medios de producción, tiene la contrapartida del trabajo social, la cooperación, la colaboración mancomunada de esfuerzos e inteligencia colectivos en la producción cotidiana de todo lo que el ser humano (más precisamente los obreros y trabajadores en general) hace en sociedad (la fabricación de bienes y servicios, la educación, la atención de la salud, la protección de las nuevas generaciones, la construcción de un futuro para las nuevas generaciones y de un buen pasar creativo y útil para la ancianidad, etc.).
Esta fuerza social, además, busca canales de liberación, es decir, la posibilidad de potenciar su desarrollo infinito, mediante la rotura de la traba que no los deja desarrollar: la propiedad privada de esos medios de producción. Eso es la esencia del socialismo.
Contrariamente a lo que los voceros concientes o inconcientes del sistema capitalista nos dicen, éste presenta dos aspectos: por un lado, que su destino a través de la competencia que engendra este sistema lleva al embudo inevitable de la destrucción generalizada de todo el mundo y con él, del sistema mismo. Y, por el otro, que miles de millones de seres humanos trabajando en la cada vez más extendida socialización y cooperación para la producción constituimos la fuerza inevitable, generada por el propio sistema, capaz de enterrar al capitalismo y su añorada competencia en el más profundo de los agujeros del que nunca podrá resurgir históricamente.