Las jornadas laborales hacen que nuestros días sean cada vez más cortos, hacen que nuestro tiempo y nuestra vida se nos escape como agua entre los dedos, así como se nos escapa la vida minuto a minuto en las eternas horas trabajadas. Nos curtimos el lomo produciendo y produciendo… generando riquezas que van a parar a las arcas de unos pocos que se dan la gran vida con nuestra fuerza de trabajo, con nuestra salud, con nuestra juventud, todas cosas que son arrancadas a nuestras familias.
Para la burguesía, basura parasitaria de la sociedad, solamente somos un número útil para continuar acumulando ganancias. Pero desde el pueblo trabajador que padece su dominación de clase, se teje otra Historia –con mayúsculas-, la de la lucha concreta y cotidiana, allí se mueve, se planifica, se escucha, se rebela, se discute, se arma al Hombre.
La “ley” que cada día comprendemos mejor los trabajadores, es que si mejoramos nuestras condiciones de vida, es porque luchamos, lo que lleva aparejado la agudización de las contradicciones irreconciliables entre las clases enfrentadas. Y es ahí en donde se derriban todos los discursos, tanto los que nos dicen que los trabajadores “no existimos”, como los que nos dicen que el Estado burgués es el “árbitro”. Como clase y como pueblo lo venimos plasmando día a día; no sin dificultades, pero con una conducta inclaudicable, mal que les pese.
Lo que ocurre dentro de las fábricas no tiene nada que ver con los chamuyos discursivos del gobierno de los monopolios y de los monopolios mismos. Allí, los ritmos son agobiantes, la contaminación de nuestra salud crece al ritmo del tiempo que estamos frente a las máquinas, las condiciones laborales son cada vez peores, los riesgos a perder un dedo, un brazo o hasta la vida, siempre están al caer. A esto hay que sumarle el maltrato, la prepotencia y la soberbia… manosean a los trabajadores, pagan en negro, roban horas laborales, no pagan nocturnidad y horas extras como corresponde, retrazan las fechas de cobro; en fin, fieles a su clase, exprimen y exprimen nuestro trabajo.
Está claro que ya no convencen a nadie con sus discursos hipócritas, echándonos la culpa de los accidentes o a nosotros mismos; como ocurre a diario en innumerables centros de trabajo. Toda la culpa al obrero… a lo sumo “un accidente”, “un descuido”.
Las condiciones lamentables en las que se trabaja no cumplen ni siquiera con sus propias “leyes” de seguridad. Por eso, que la burguesía hable de accidentes siendo la responsable directa de lo que ocurre a los trabajadores, da más asco aún.
Según informes de la Organización Internacional del Trabajo, OIT (que habrá que tomar con pinzas, por supuesto), los accidentes laborales y las enfermedades derivadas del trabajo son cada vez “más frecuentes” en el mundo. Contabilizan que los fallecimientos generados a raíz de ambos, fueron 2.300.000 en 2014; a lo que se suman 1.860.000 personas que terminan con lesiones que les impiden continuar con su actividad laboral.
Los regímenes persecutorios que imponen los monopolios saturan al trabajador, tanto en lo mental como en lo físico. VIVIMOS (con mayúsculas) de poco a nada y mal, descansamos… prácticamente nunca.
Desde los distintos centros de trabajo, vivimos esto con auténtico dolor, maldiciendo cada actitud de toda la reacción burguesa; y se nos viene a la mente que cualquier día, la próxima victima de este sistema putrefacto y decadente, puede ser uno de nosotros. Por eso, la solución no está en el sistema, está en nosotros y en nuestra lucha cotidiana, con las herramientas que vamos jalonando como clase y como pueblo. La movilización y la unidad política independiente de toda tutela, es hoy el fantasma que pesa, y mucho, sobre toda la burguesía.