La piedra basal del modo capitalista reside en la propiedad privada de los medios de producción (fábricas, máquinas, materias primas) por parte de la burguesía, que desde esa posición dominante, compra la fuerza de trabajo del proletariado, adueñándose del trabajo no remunerado, la plusvalía, que le posibilita incrementar su capital.
Este modo de producción genera sus propias relaciones de producción, en donde una clase, la burguesía, es dueña absoluta del fruto del trabajo, mientras que la otra clase, la clase obrera, a pesar de ser la productora de los bienes y mercancías, sólo recibe el pago en forma de salario, quedando totalmente desvinculada de aquello que con su esfuerzo ha producido. Nada de ello le pertenece, nada de ello está sujeto a su voluntad o decisión, todo queda en las exclusivas manos de los patrones.
El sistema capitalista de producción está asentado en la explotación y el sometimiento de una clase sobre la otra: no hay siquiera un simulacro de democracia, es la imposición bruta y descarnada, es la dominación y la opresión más cruda. Los métodos fascistas que se imponen en las grandes fábricas de nuestro país, dan cuenta de ello. ¿Es posible que la clase obrera puede concebir un régimen democrático (por más discursos que lo disfracen) si la raíz donde se asienta toda la sociedad está montada sobre la dictadura burguesa?
Las conquistas económicas, sintetizadas en una mejor venta de la fuerza de trabajo por parte de la clase obrera, así como las mejoras en las condiciones de trabajo y de vida, y las conquistas políticas en cuanto a las libertades públicas, han sido conseguidas por medio de un largo y profundo accionar, jalonado en una historia de luchas, de jornadas heroicas, de sangre y sudor, de entrega y sacrificio.
Nada de lo que se conquistó en años de lucha fue otorgado por la generosidad burguesa, por un sentido de bondad, solidaridad o responsabilidad social de los empresarios como lo llaman ahora, sino que se lo hemos arrancado enfrentando su avaricia, su codicia y su afán de ganancias.
Hoy, donde los monopolios transnacionales son amos y señores en cada rincón del planeta, y donde los tenedores de bonos y acciones son totalmente anónimos para los trabajadores que con nuestra labor generamos sus fabulosas fortunas, ¿podemos creer que tenemos un destino común, un interés que nos une y hermana con los explotadores?
La lucha de clases, el enfrentamiento de aspiraciones e intereses, es la línea divisoria que atraviesa de lado a lado al sistema capitalista en todo el mundo, y es la llama que aviva los permanentes enfrentamientos. Porque la lucha es una sola, por encima de las diversidades de situaciones y realidades locales; desde el lema divide y reinarás ellos atizan de manera constante diferencias para trabar nuestra unidad y nuestro protagonismo.
Sabemos de sobra que es posible resolver todas y cada una de las más elementales necesidades humanas, como la alimentación, la vivienda, la salud, y sin embargo cada vez está más lejana esa resolución para millones de personas, condenadas a la miseria, al abandono, y la crueldad.
No estamos dispuestos a tolerar más esta deshumanización y este sojuzgamiento. Decimos basta y NO esperamos más soluciones de aquellos que NO las van a dar, por más cónclaves, cumbres y concilios que realicen, porque sólo se juntan para defender sus mezquindades y egoísmos.
Los trabajadores en nuestro país tenemos mucho para decir al respecto: producimos alimentos para más de 300 millones de personas, tenemos una población de 40 millones, pero aún el hambre y la mendicidad, la desnutrición y la mortalidad infantil, son moneda corriente.
Tenemos recursos humanos y materiales excepcionales, pero los niveles de vida decaen permanentemente en todos los aspectos ¿Cómo es posible, que explicación tiene esto si no es por el saqueo y la explotación que padecemos?
Romper estas relaciones de producción es la llave para poder disponer de todos los resortes y de todas las palancas de la producción social, para ponerlas definitivamente al servicio del desarrollo humano, para dejar atrás esta época de brutalidad y pasar al reino de la libertad con mayúsculas; en donde la soberanía popular realmente se exprese en las decisiones que el conjunto del pueblo tome en su propio beneficio.
La clase obrera tiene una responsabilidad histórica con el conjunto del pueblo, y para eso es primordial que se ubique con claridad cuál es su papel: no hay otra clase o sector que pueda mostrar ese camino, porque con estas relaciones sociales no hay otro camino, por más maquillajes que se coloquen.
No hay ni habrá futuro para nosotros mientras el poder esté en manos de los monopolios, mientras se apoderen del trabajo y el esfuerzo colectivos, para sus propios y ruines fines.
El anhelo de una sociedad sin explotadores ni explotados está fogoneando la lucha de las masas populares en nuestro país. En este camino y con la fundamental intervención firme, decidida y dirigente de la clase obrera (como clase colectiva y disciplinada), encontraremos la brecha para alcanzar la victoria.
Es cierto que es mucho lo que hemos hecho, como es mucho lo que tenemos por delante, y también lo que debemos ir precisando a la hora de definir una estrategia, un plan político que muestre una luz, un horizonte.
Es vital que enfrentemos estos retos y desafíos con la mente fría y el corazón caliente, porque ha llegado la hora en que nos paremos de mano, de una y sin vacilar.
El capitalismo nos arrastra en sus crisis permanentes, y nos pide que «redoblemos el esfuerzo» (para mantener y acrecentar sus beneficios). Nosotros debemos redoblar y multiplicar el esfuerzo, pero para poder sacarnos de encima a esta lacra de parásitos chupasangres, y poner todos los bienes y recursos al servicio del hombre y la sociedad.
Los trabajadores tenemos en nuestras manos el poder revolucionario, pongámoslo en marcha. Los trabajadores tenemos hoy la palabra.