La nena de 9 años de edad que intentó suicidarse, le cuenta a la madre las agresiones de las cuales es víctima en la escuela. La niña, dice que su maestra sabía y que en respuesta la habían reprendido a ella. Llorando, la nena dice que así no quiere vivir más.
El periodista de la TV -quien está entrevistando al delegado del ministerio de educación- le pregunta a éste cuáles son las medidas que se tomaron y el funcionario responde que se está investigando y que no habían recibido antes un alerta que moviera su actuación.
El periodista lo cuestiona y el delegado se defiende. El problema se circunscribe a la escuela, la actitud de los maestros del establecimiento, los padres de la nena y la falta de atención del ministerio de educación sobre el hecho puntual. Así transcurre el reportaje entre el periodista y el delegado.
Los cientos y miles de hechos que han transcurrido desde generaciones anteriores y que se fueron intensificando hasta llegar a estos niveles, no cuentan para tenerlos en consideración.
El modelo social está fuera de cuestionamiento en el reportaje, en el tratamiento del problema por parte de las autoridades y, asimismo, está por fuera de la crítica a la modificación de la currícula que los estudiantes secundarios realizan en Buenos Aires con la toma de escuelas y las nuevas medidas que, a partir de hoy, han decidido en asamblea llevar adelante.
Todo se presenta como problemas diferenciados, distintos e inconexos.
En la voz del periodista y del funcionario no aparecen los programas de televisión, las propagandas que ofrecen las millones de mercancías y se valen de los más bajos recursos para fomentar su venta, la organización de todo la institucionalidad republicana alrededor de la obtención de ganancias para la reproducción del capital, la organización de la actividad laboral en las empresas para conseguir ese fin, el objetivo de la obtención de bienes materiales como incentivo para estudiar y seguir una carrera profesional, la competencia y la “meritocracia” para obtener un lugar en el reducido espacio exclusivo que el capital destina a millones de seres humanos que no tienen cabida en el mismo, y todas las consecuencias nefastas y antihumanas producidas por un sistema en decadencia, podrido hasta la médula e imposible de ser continuado sin el sacrificio obligado, necesario, de las mayorías laboriosas y/o excluidas.
La prostitución como bandera moral de empresarios monopolistas, políticos, personajes llamados “famosos” o “divos”, sindicalistas millonarios y alcahuetes de patronales, periodistas amarillos y funcionales a los gobiernos de turno o voceros de una falsa “oposición”, no aparece en los comentarios y, por el contrario, se oculta deliberadamente.
No es el sistema putrefacto, parecen decir, se trata de problemas puntuales que tienen que ver con la responsabilidad de los padres, maestros o malos funcionarios que hay que cambiar. Sin embargo se reproduce desde lo más alto de la institucionalidad hasta la base social, la lógica de que lo que hay que cambiar para mejorar es la mentalidad de las personas que somos las víctimas de tanta agresión capaz de producir intentos de suicidios en criaturas de nueve años.
La intensificación de la cosificación del ser humano, directamente proporcional a la extensión en el tiempo del capitalismo como organización socio económica, es la causa y promotora de todos estos efectos necesarios e ineludibles.
Así como es imposible la satisfacción de las necesidades materiales de las mayorías, es igualmente imposible una relación armónica entre los seres humanos, regida por los cánones y principios antihumanos de un sistema históricamente perimido.
No es adaptándose a su funcionamiento como lograremos un saludable desarrollo mental y moral para nuestros niños y nosotros adultos, sino cuestionándolo en una lucha política cotidiana y sin cuartel en todos sus frentes (económico, social, cultural y político). La práctica social que venimos llevando como pueblo confirma tal cosa.