“La puja entre fracciones del capital local que empieza a dibujarse más nítidamente no es entre agro e industria. «Eso es una pelotudez», minimizó ayer… el jefe de un megapool de siembra fondeado por… George Soros. El mayor recelo que mastican los industriales es con los sectores no transables, donde amasó su fortuna la familia Macri. Quien lo sintetiza… es De Mendiguren: «A nosotros nos acusan de caros pero nadie les pregunta a ellos por qué cobran tan caros los peajes o por qué cobraban tan caro por levantar la basura o por mandar una carta. Y a nosotros nos dicen que lloramos para que nos protejan, pero en esos negocios no hay ninguna competencia» (BAE Negocios, 15 de marzo).
Cuando trascienden comentarios como éste, es necesario analizarlos desde la esencia del capital: su reproducción se da en el marco de una verdadera guerra entre sectores de la burguesía monopolista, de todos contra todos, para ver quién se queda con los mejores negocios y dividendos.
Lenin desentrañó allá por 1916/17 el proceso por el cual el capitalismo pasó de su fase de libre competencia a una fase monopolista, donde la creación de grandes conglomerados comenzó a dominar ramas enteras de la producción, a partir de la fusión del capital industrial y el capital bancario. También el Che avanzó sobre este concepto. Los dos definieron al imperialismo como una fase superior del desarrollo capitalista, su última fase. Monopolios dirigiendo ramas enteras de la producción y avanzando, disputando y dominando no sólo mercados sino gobiernos, Estados y recursos naturales en todo el mundo, sin fronteras.
Pero algo está claro: la competencia intermonopolista nunca desapareció. Al contrario, es mucho más feroz e inescrupulosa que en cualquier otro momento: se trata de una verdadera guerra por la apropiación de la plusvalía mundial. La concentración económica y la centralización de capitales es el rasgo fundamental de esta etapa y adquiere ritmos inéditos, lo que lleva a la destrucción y absorción de empresas que no logran “engancharse”. Se agudiza la confrontación y la agresividad entre ellos, lo que impulsa a la absorción y/o destrucción de los capitales más débiles y sus burguesías por parte de los más fuertes, reconvirtiéndose todo el proceso de reproducción del capital a escala mundial.
Las consecuencias políticas están a la vista al inicio de esta nota.
Las grandes cumbres que se realizan para “solucionar” la fenomenal crisis que el sistema atraviesa, no han pasado de una foto, en las que no sólo no se le ha dado una respuesta al padecimiento de los pueblos (cosa que desde ya no es el fin de tales encuentros), sino que tampoco pudieron atenuar las contradicciones monopolistas.
Por eso, no nos cansaremos de señalar que -al ser los monopolios los actores centrales del actual modo de producción- resulta cuanto menos una ilusión pensar que se puede luchar contra los monopolios sin luchar contra el sistema mismo.
Hay que decir, además, que sus contradicciones se ven potenciadas, por la influencia directa de una lucha de clases que marca el ritmo de las decisiones, condicionadas por la crisis política que atraviesa el sistema en su conjunto. “Economía y política” marchan unidas a causa de la lucha de clases, lo que les restringe el margen de maniobra.
Es falsa la discusión muchas veces planteada respecto a que si se debe actuar para “atenuar la crisis” o lo que hay que hacer es profundizarla con la lucha revolucionaria para lograr verdaderos objetivos liberadores.
Por eso, hay una clara la divisoria de aguas, entre los que “pretenden” reformar la base económica del imperialismo en el imposible intento de atenuar sus contradicciones, y los que luchamos para avanzar sobre esas contradicciones para ahondarlas y agudizarlas a favor de la revolución.
Eso sí: el proyecto revolucionario no puede ser “contemplativo” de las contradicciones interimperialistas. Las analiza, es cierto, pero para definir en cada momento una acción concreta, el golpe certero para profundizar la lucha y para avanzar hacia una salida revolucionaria.