Últimamente nuevos clubes están de moda en nuestro país.
Están: el club de los empresarios de la obra pública, el club de los arrepentidos… Además, por supuesto hay toda una serie de clubes como el de los exportadores, el de los banqueros, el de los petroleros y el de los industriales… sin olvidar el club de los mercados emergentes al que nuestro país se afilió hace escaso dos meses. El más original de todos es el club de los buenos muchachos de la CGT que sin pertenecer a un club específico suscriben a todos ellos juntos– y a modo de ayudantes de campo- campean como dignos vasallos junto asus amos, los desafíos de sostener las condiciones de explotación y los salarios bajos, además de rubricar todos y cada uno de los pedidos del club de los impresentables, con buenos diálogos y paz social.
Por más que el periodismo frente a nuestro pueblo banalice con la categoría de club el concepto de corrupción, haciendo aparecer a determinados núcleos del poder monopolista en el banquillo de los acusados, tratando de aislarlos y exponerlos, para disimular y preservar su propia corrupción como clase, todos beben del mismo caldo putrefacto que es este sistema y sus instituciones, sus salpicaduras mojan a toda la burguesía monopolista en su conjunto.
La propia burguesía desde sus orígenes ha corrompido su propio régimen de dominación, su orden, sus negocios, sus propias reglas de juego; de otro modo no hubieran podido constituirse como burguesía monopolista y subordinar enteramente el Estado y los gobiernos de turno a sus intereses.
La guerra desatada por la concentración de los negocios de la obra pública se desenvuelve en este marco, donde las reglas establecidas en estos negocios, los contratos, los tiempos de ejecución, los desembolsos de dinero y la financiación están en disputa, ventilando que otras facciones burguesas -los clubes monopolistas- se enfrentan en una guerra de destrucción, de apropiación y concentración.
Todo ello no hace más que agravar la crisis política, porque las salpicaduras de estas disputas afectan a toda la clase burguesa. Aun a pesar de querer morigerar la situación con garantías respecto de la continuidad de los contratos a las empresas -como afirman desde el gobierno- la incertidumbre vino para quedarse. Según los propios analistas burgueses “la situación es tal que se sabe cómo arranca, pero no como termina”.
Pecaríamos de una ingenuidad supina si creyéramos que todo esto se trata solo de mafias peleando un millonario negocio. Precisamente, el desarrollo de la obra pública de la mano del club de los nuevos inversores viene con la impronta de la reducción de salarios y la reforma laboral.
Es decir, de la mano de la producción de plusvalía. No cierra la rentabilidad sin la reducción de costos, que implica reducir las cargas sociales, los salarios, las indemnizaciones, los seguros por accidentes, atropellar las conquistas políticas, etc. Pues, si el negocio no representa multiplicar el valor de la inversión, es decir, el volumen de capital desembolsado en infraestructura para cubrir los préstamos internacionales por medio del valor generado por el trabajo no remunerado a los obreros, no sería negocio para el capital. Por ende, la situación de denuncias de corrupción en la obra pública también encubre la necesidad de profundización de la explotación en ese rubro.
Toda la superestructura esta embretada hasta el tuétano con la situación, empantanándose más y más a medida que se profundizan denuncias de corrupción. Hasta los prestamistas y usureros, los llamados inversionistas más osados del imperialismo, advierten la profundidad de la crisis y la falta de condiciones políticas y garantías jurídicas de nuestro país, en un escenario donde la gobernabilidad se le hace cuesta arriba al poder por la agudeza de la lucha de clases, con sus muestras de masividad creciente en las barriadas y localidades, con sus manifestaciones nacionales.
La situación es tal que la reunión ayer del club de los buenos muchachos de la CGT con el club de los impresentables en Olivos, trató esencialmente la cuestión de la gobernabilidad.
Un gobierno débil, con una representación gremial repudiada por la amplia mayoría de los trabajadores, acordó no promover movilizaciones, tirar para atrás las manifestaciones, delimitar las discusiones paritarias, ser responsables por los montos que se reclaman… o sea, seguir con la idea de aumentos vergonzantes, además de intentar bajar la conflictividad social y contener el marco de luchas de los propios obreros.
Sólo esta cuestión es lo suficientemente elocuente para poner de manifiesto que es hora de profundizar el enfrentamiento, la unidad desde las bases y la construcción de un proyecto revolucionari, que de la mano del protagonismo de la clase obrera y el pueblo, avance a la lucha por el poder.