Un nuevo G20 se realizó en Japón, con el trasfondo de la guerra comercial entre EE.UU. y China. La reunión de los presidentes de ambos países produjo la “fumata blanca” y, nuevamente, pareciera volverse a la negociación comercial antes que a las sanciones.
Las idas y vueltas de este enfrentamiento parecieran a veces no poder entenderse. Porque a cada bravuconada de Trump luego le sigue el retroceso de las medidas. Para los conceptos de la vieja diplomacia, estas acciones serían el viejo recurso de “golpear para luego negociar”; pero esa sola explicación no alcanza para entender a fondo la cuestión en esta época de encarnizada lucha intermonopolista mundial.
Trump llegó a la presidencia de su país con un discurso nacionalista, lo que hoy le llaman “populismo de derecha”, que no es más que un remedo de las políticas chauvinistas que la burguesía esgrime en épocas de crisis profundas. Porque ese es el marco. Una crisis estructural del modo de producción capitalista que, lejos de resolverse, se profundiza en las consecuencias sobre las condiciones de vida de los pueblos. En estas épocas, incluidos los pueblos de los llamados países centrales.
Volviendo a Trump, su discurso de “América primero” tiene bases justamente en el descontento de una gran parte del pueblo norteamericano que sufre como nunca los procesos de concentración y centralización del capital, traducido en pérdidas de empleos y una reconfiguración profunda del aparato productivo de aquel país. Pero dicho discurso tiene una barrera de contención objetiva que es, justamente, el citado proceso de concentración; Trump no habla por toda la burguesía monopolista norteamericana, ni puede hacerlo.
A lo sumo habla, ocasionalmente, por una facción de la misma que se disputa con sus competidores el derrotero a seguir en la política que le permita sobrevivir ante la concentración y las disputas interburguesas. Por lo tanto, por ejemplo, que Trump sancione a la telefónica Huawei implica que Google pierda un negocio multimillonario proveyendo sus sistemas operativos para los teléfonos de dicha compañía; o que China replique las sanciones contra Apple, que fabrica sus teléfonos en ese país a costos sensiblemente menores a los que tendría si los fabricara en EE.UU. Las idas y vueltas reflejan la efímera representación de los gobiernos de turno respecto de determinados intereses particulares o de sectores. A los que hoy se beneficia, mañana se los perjudica. En lo único que coinciden es en el mantenimiento del sistema.
Entonces estos monopolios, que al mismo tiempo son parte de capitales multimillonarios ligados a las finanzas, la producción y el comercio, disputan sus intereses en el propio seno del Estado monopolista yanqui donde también se refleja la trasnacionalización imperialista, por lo que ese Estado (como decíamos anteriormente) no cumple el papel de representar a toda la burguesía norteamericana sino que representa (y a medias, en una marco de disputa permanente) a facciones que hoy se imponen y mañana se verán superadas por otras.
Porque una de las características fundamentales del proceso imperialista actual es que ningún Estado “nacional” puede articular sin crisis y sin inestabilidad política permanente los intereses de las distintas facciones del capital que tienen intereses desparramados por todo el planeta, por lo que el mercado ahora como nunca antes es mundial y, en consecuencia, abona la guerra interburguesa más que aplacarla.
La imposibilidad de una concentración política, producto fundamentalmente de la lucha de clases en las que tallan los pueblos, hace que las confrontaciones entre Estados, y al interior de los mismos, se vuelva virulenta y que las medidas que se puedan decidir un día puedan cambiar al ritmo de esa confrontación.
Entonces que Trump anuncie sus bravatas por Twitter para luego desdecirse no es sino la confirmación de que las políticas “nacionalistas” no son más que discursos huecos, superados por el proceso de concentración imperialista mundial que no tiene posibilidad alguna de vuelta atrás.
Las intenciones de estos nuevos populismos, sean de “derecha o izquierda”, son lograr oxígeno para un capitalismo en crisis estructural que no podrá poner fin al proceso de centralización de capitales y, por ende, al padecimiento de los pueblos. Así es que la Historia no puede volverse hacia atrás sino, por el contrario, atravesamos una época histórica en la que se mantiene vigente la necesidad y posibilidad de la revolución socialista como única alternativa para superar este modo de producción en crisis.