El pasado miércoles el Presidente de la Nación abrió el período de sesiones ordinarias del Congreso de la Nación, cuarto y último de la actual administración.
Se planificó una puesta en escena interesante, pero todo les salió mal. Alberto Fernández leyó un largo discurso plagado de mentiras, defendiendo una gestión indefendible, y mostrando un panorama de país muy alejado de la realidad cotidiana que padece el conjunto de los trabajadores y el pueblo.
Crecimiento del PBI, creación de un millón de puestos de trabajo de la llamada “economía popular”, (completamente precarizado, disfraz de planes sociales gestionados por los punteros de turno) 21 provincias con “pleno empleo” (???), los avances en materia educativa, las mejoras en el sistema de salud, entre otras afirmaciones, ambientan un universo paralelo que dista mucho del país en el que vivimos.
El Presidente, claro, tuvo que leer un discurso para evitar decir mentiras de ocasión, ya que es conocido por su nula capacidad de oratoria y sus tristemente célebres frases que ubicarían a Macri como un estadista plenamente formado. (De hecho, apenas podía articular oraciones más o menos coherentes).
En el mundo de fantasías del Presidente, no hay trabajadores pobres, no hay salarios de miseria ni jubilaciones de hambre, no hay colapso del sistema de salud (no hay turnos en los hospitales ni recursos para estudios ni siquiera complejos), Argentina se encamina a ser la usina energética del planeta (Menem quería llegar a la estratósfera), en suma, vivimos en un país desbordante de riquezas bien repartidas.
Es más, el coro de aplaudidores, bien enfocados por las cámaras, saludaban con la V de la victoria cada vez que alguien del grupete era mencionado. Llevaron también «ejemplos vivos», gente común digamos, que gracias a la gestión del gobierno de Fernández consiguieron trabajo digno, mostrando que si uno se esfuerza es posible crecer en este país. Una burla para los trabajadores y el pueblo.
Pero lo cierto es que este gobierno, cómo todos los anteriores, solo se preocupa por generar las condiciones que favorezcan los negocios del gran capital. Y para ello, la inflación, la persecución política en las fábricas, la precarización de las condiciones de trabajo y la flexibilización laboral de hecho, mantienen a raya los salarios, ante la desesperación de una burguesía en crisis que no sabe cómo construir una alternativa política que le permita seguir engañando a las masas.
Crece el descreimiento en las instituciones de esta falsa democracia, prestemos atención a esto. Cuando escuchamos «no voy a votar más», «no creo más en los políticos» es porque crece la desconfianza en este sistema decrépito. Y justamente por eso el Presidente salió en defensa de las sacrosantas instituciones, tirando bombas de humo referidas a la corte suprema (claramente oficialismo y oposición se disputan el control de la justicia para favorecer los negocios de los monopolios y aplastar a la clase obrera), remarcando los «valores democráticos» que realmente no existen, celebrando una democracia que no es otra cosa que una dictadura burguesa disfrazada.
No ir a votar, señor Presidente, es un acto plenamente democrático, quizá el más democrático de todos en este contexto desolador en el que, si algo queda en claro es el hecho que la gente desconfía del circo del parlamentario y de un sistema agotado, muy alejado de las necesidades de los habitantes de un país incendiado, empobrecido, depredado, destruido, y sin perspectivas de futuro. Hay que transformar ese hartazgo en respuesta organizada. El malestar individual, la queja aislada, en reclamo colectivo.
Oficialismo y “oposición” si salís a hablar mal de una democracia que no es tal, si planteas que tu alternativa y forma de protesta es no votar o impugnar tu voto, te acusa de golpista, de terrorista, porque nada se puede decir en contra de este sistema.
Cuando, en realidad, la única alternativa política coherente es la de construir organizaciones de masas en ejercicio de una democracia plena, directa, asamblearia, en las que se respete la decisión de las mayorías y no se reprima a las minorías.
Una democracia real en la que una asamblea de trabajadores tenga más valor que las decisiones del sindicato, a espaldas de los trabajadores. Una democracia en la que los destinos del país dejen de estar en las manos de una minoría parasitaria.
El único camino posible, necesario y urgente es construir una alternativa política revolucionaria y socialista que ponga en manos de la clase obrera y el pueblo ese destino que la clase dominante nos quiere arrebatar.