Entra un e-mail a la casilla. Hay que hacer un curso obligatorio de sustentabilidad, o sobre un nuevo lenguaje de programación. Pero algo mantiene preocupada a la gerencia: tan solo asiste el 50% de la plantilla. Quienes lo hacen, aprovechan el tiempo para lavar platos en la incómoda comodidad del home office o directamente estiran horas de sueño con la computadora junto a la almohada.
En el equipo de programación reina un desgano desolador. El personal contratado forma parte de los activos de la empresa, en un mercado que promete mucho para la exportación de servicios, con salarios mínimos a escala global y muchas facilidades impositivas para el sector. Sin embargo, la apatía, sobre todo de los centenials, les impide cumplir con los más elementales objetivos.
No ganan en dólares ni sus salarios son abultados. Por eso, no tienen miedo a perder su agónico trabajo, aunque se desempeñen en empresas de punta. Tampoco temen dejar incompleto aquel PowerPoint que deben presentar en la reunión de la tarde, o de entregar una demo llena de bugs e inconsistencias.
Esta podría ser la realidad de cualquier empresa multinacional de servicios, sean las big four (KPMG, E&Y, Pwc y Deloitte), codiciadas tecnológicas como Google, o unicornios como Globant o Mercadolibre.
Del trabajo presencial ni hablemos. No solo es Elon Musk quien insiste en volver obligatorio el trabajo presencial. La indisciplina es tal que la medida se extiende en todo el universo tecnológico. Pero la apatía es grande, sumada a la falta de salarios y perspectivas. Accenture envía en Argentina un mensaje a sus equipos: es menester volver a la oficina. De poco sirven los mails y las calls, el personal no está dispuesto a regresar ni a una plena, ni a una parcial presencialidad. Los jefes de equipo lo saben, por eso no insisten. La realidad es que ellos tampoco quieren volver, y buscan la forma de esquivar la orden. Es que esa rutina del trabajo de casa, ya se ha convertido en una conquista para solventar un poco la apatía.
El gobierno de la Ciudad de Buenos Aires audita la nueva sede de la empresa en Parque Patricios, donde le dieron exención impositiva a cambio de “desarrollar” un rincón de la ciudad con poca oferta laboral. Al llegar encuentran las oficinas completamente vacías y le dan un ultimátum a la multinacional de origen estadounidense. Poco le importa esto a la base laboral ¿Para qué volver, sin nada a cambio?
Fuera de la oficina, la parada de colectivos hormiguea de gente. En la larga fila un pasajero descubre que no tiene saldo en la SUBE. El rostro inexpresivo del chofer hace un ademán para que pase. No le cobra el boleto, no hace falta siquiera preguntar si alguien le puede pagar. Mi yo de trece años observaría atónito la situación, cuando una monedita de diez centavos que no pasaba por la máquina era motivo suficiente para complicarte el viaje, porque la empresa esa gran familia, y hay que cobrar riguroso cada viaje.
En el bar el mozo vuelve por tercera vez a preguntar el pedido. Nunca lo anota, y siempre lo olvida. En la terminal automotriz solicitan horas extra, pagan bien, mucho mejor de lo que pudiera disponer un mozo, pero la plantilla laboral necesaria no se anota. Parece que ni la presión del jefe ni el mensaje del gerente logran surtir efecto. Las deudas en casa existen, pero la mayor insolvencia es de perspectivas.
El grupito nuevo que entró definitivamente no quiere trabajar. Se necesitan dos o tres para cubrir lo que antes hacía uno sobrado. Ellas y ellos discuten. Unos plantean la geronte cultura del trabajo. Que hay que trabajar que para eso nos pagan. La discusión no lleva a ningún lado. Otros, más pragmáticos, la hacen corta: si no cumplimos con el laburo es más difícil luchar por el salario.
Escéptica, la nueva camada replica ¡Primero luchemos por el salario, después trabajamos! La conversación se vuelve una tautología, el viejo refrán del huevo o la gallina.
Son situaciones que se viven a diario, tanto en empresas modernas y avanzadas como en los recónditos kioscos de la economía nacional. Es una crisis que le afecta la productividad a las empresas, pero que también genera crisis en la propia clase obrera.
Es el trabajo a desgano, la great resignation o el quiet quitting, como lo bautizaron en Estados Unidos hace ya unos años.[1] Es la apatía que genera esta falta de futuro.
Pero también es forma de lucha, socialmente instalada – ¿para qué negarlo? -, espontánea y legítima. El problema es que esta apatía, a su vez, no construye futuro. Porque es una lucha individual que, por lo tanto, no nos organiza.
El desgano extendido fue una de las principales armas con las que nuestra clase obrera enfrentó a la dictadura militar, allá por 1976. Trabajo a tristeza le llamaban. Si en empresas como Mercedes-Benz los obreros llegaban a hacer fila en la salita del médico de fábrica solicitando licencia por depresión “por los bajos salarios y los compañeros que ya no están”.
Pero ese era un desgano organizado, consciente, colectivo. Formaba parte de una resistencia obrera organizada e impulsada por bases con conciencia de clase. Ahí está el desafío a vencer hoy: convertir esta resistencia individual y por lo tanto inconsciente, que ya está generalizada, en resistencia colectiva, conscientemente organizada.
El paso de una situación hacia la otra no es fácil, ni mucho menos espontáneo. Requiere que las y los trabajadores discutamos abiertamente estos problemas, que lo hagamos sobre la base científica del marxismo, porque si él o la trabajadora no entiende lo que le está pasando, es muy difícil que modifique su actitud para transformarlo ¡Es justamente esa ignorancia la que los lleva a buscar en la astrología o en la religión una explicación a los fenómenos sociales! “¿Por qué me está sucediendo esto? Y, debe ser por mercurio retrógrada”.
¡Parece chiste, pero es real! Hay que explicar, y charlar abiertamente, pero también hay que organizar. Organizarnos en agrupaciones de base para transformar esta realidad –verdadera escuela para la comprensión del mundo-, organizarnos en asamblea en nuestros sectores de trabajo, no solo para discutir el salario en general, sino también las formas de lucha que debemos adoptar, organizar el desgano; y organizarnos en Partido, como herramienta para tratar a fondo estos problemas, para impulsar esas agrupaciones y esas asambleas que necesita nuestra clase para pasar de la resistencia individual, a la resistencia colectiva.
Los vietnamitas tenían una consigna: hay que transformar el odio en energía. Nuestra adaptación criolla al hoy sería: hay que transformar el desgano en rebeldía.
[1] Se conoce como Great Resignation al fenómeno de renuncias y alta rotación laboral que sucedió a partir de octubre del 2021 en Estados Unidos. Su traducción literal es “gran renuncia” o bien “gran resignación”, traducción más certera para definir el desgano laboral. Durante el último año los grandes medios y corporaciones han adoptado el término quite quitting, cuya traducción es “renuncia silenciosa” y se refiere explícitamente al trabajo a reglamento, y trabajo a desgano.