Hoy es una necesidad preguntarnos qué clase de organización necesitamos como clase obrera y como pueblo, qué debemos hacer para salir de semejante indignidad.
Lo primero a tomar en cuenta es la forma en que se manifiestan varias de las luchas actuales, de qué manera actúan las masas a la hora del enfrentamiento. Sobre todo, cuando el germen autoconvocado es el sello que se distingue como fundamental. Allí la esencia es la desconfianza total a las formas tradicionales de resolución de los conflictos, cuando se deja en manos de unos pocos a los que se delega un “mandato” para sentarse en una mesa de negociaciones.
Otra cosa muy diferente es cuando los conflictos se resuelven en el propio terreno (en las calles, las fábricas, los establecimientos escolares, hospitalarios, etc.) y con la participación protagónica de los involucrados.
Esa experiencia, como ya lo hemos señalado muchas veces, que toma impulso desde la lucha de los trabajadores desocupados de YPF en Cutral Co, fue profundizándose en Tartagal y Mosconi, en el Puente Correntino, en las Jornadas de diciembre de 2001, hasta experiencias como la de los petroleros en el sur del país, en Gualeguaychú, en Andalgalá y otras más cercanas en el tiempo que han aportado y aportan al accionar de nuestro pueblo.
Esas experiencias son el basamento legítimo de la organización del pueblo en lucha.
No es posible desconocerlas si lo que se busca es una respuesta al interrogante inicial.
Ya hablamos de la forma, profundicemos entonces sobre el contenido.
Es bastante recurrente que al momento de debatir la construcción de organizaciones que aporten a la unidad desde abajo, aparezca la propuesta de impulsar frentes, coordinadoras o multisectoriales o corrientes sindicales, todas bajo el lema de coordinar las luchas o de unificar las luchas, muy especialmente cuando surgen del reformismo o el oportunismo, abanderado y fogonero de estas iniciativas. Pero el límite lo marca la ausencia de una estrategia de poder en sus promotores. Y los resultados están a la vista.
Puede ser un pliego de reivindicaciones para peticionar ante las autoridades, para negociar en los ministerios, secretarías o intendencias; para promocionar nombres de candidatos para las elecciones, para engordar aparatos partidarios o financiarse… pero cualquier variante tiene un denominador común: la subestimación del poder de la acción del pueblo, la reproducción de las formas de acción institucionales y la utilización de sectores del pueblo oprimido.
Al lamentable espectáculo de las organizaciones de desocupados dirigidas por el reformismo y el oportunismo, utilizando como rehenes a sectores del pueblo por sus necesidades y urgencias, podemos sumarle el trabajo de zapa que hicieron en el inicio de las asambleas surgidas a finales de 2001, estrangulándolas con discusiones interminables, clásicas disputas de aparatos para resolver quién se quedaba con el sello. Más cerca en el tiempo, los vemos sacar “los trapos” en cada conflicto, compitiendo por ver quién es “más combativo”, quién hace más propaganda, taponando así la naturaleza solidaria de nuestro pueblo.
Hoy, más allá de los discursos y los cantos de sirena que suenen en las consignas, esas acciones están por detrás del nivel de conciencia y experiencia alcanzada por nuestro pueblo. De esencia reaccionaria, sólo sirven para dividir, distraer o debilitar la lucha y deben ser combatidas políticamente y sin vacilaciones por las avanzadas revolucionarias en nuestros lugares de trabajo.
Es parte del aprendizaje que deben realizar las y los trabajadores a partir de sus propias experiencias, sacando conclusiones y síntesis del camino recorrido.
En este sentido, es crucial puntualizar que la política del pueblo es acción, es transformación de la realidad basada en SU organización.
Un factor de unidad de clase son las contradicciones de intereses que existen entre la burguesía monopolista y el conjunto del pueblo. La clase obrera, por ser como clase la primera línea del enfrentamiento a la burguesía, tiene una responsabilidad ineludible en el desarrollo de ese combate político.
Por eso, las organizaciones que impulsemos las y los trabajadores están llamadas a ser las matrices de la lucha anticapitalista.
Los caminos para su construcción no tienen recetas, son amplios y diversos, y no hay que desdeñar ninguna instancia. Pero tenemos que romper el bozal del aislamiento con que la burguesía intenta mantenernos amedrentados.
Conocer la historia de lucha, las tradiciones, los recursos, las necesidades; palpar los estados de ánimo, la disposición a la acción son condiciones fundamentales para ir concretando una organización genuina desde las bases anclada en las aspiraciones revolucionarias por las que tanto venimos trabajando.