Una profunda discusión se dio hacia fines de los años 60 en el seno del pueblo, en especial entre los trabajadores, sobre cuál era la actitud a tomar frente al gobierno dictatorial de aquel entonces.
Mientras un sector proponía la natural relación con el gobierno que llevaba las riendas del Estado, la inmensa mayoría planteaba desconocer su naturaleza y por el contrario, enfrentarlo con todas las formas de lucha.
Los primeros recibieron el mote de «colaboracionistas», porque, de hecho, negociar con ese gobierno era legitimarlo.
La acusación mas grave que pesaba sobre Onganía en su relación con el pueblo era la de intentar instalar un modelo fascista. El fascismo se había caracterizado en Italia en buscar, por todos los medios, valiéndose del control estatal, domesticar al movimiento de masas, tratando de ponerlo bajo sus planes y órdenes.
Planteaba una forma de participación de masas en el Estado a través de sus «representaciones» sectoriales que, lógicamente habían sido impuestas por el régimen a dedo y sin ninguna decisión de los representados.
¿Cómo no identificar esta práctica con lo que hace hoy el gobierno de Kirchner con los llamados movimientos sociales?
Los movimientos de desocupados aparecieron en nuestro país hacia fines de los 90, como una respuesta orgánica de los sectores que habían sido desplazados del mundo del trabajo por el menemismo.
Sus primeras manifestaciones se dieron en Neuquén (Cutral-co y Plaza Huincul) y en Salta (Tartagal y Mosconi). No por casualidad, en todos esos pueblos vinculados a la privatización de YPF, donde la desocupación pegó con dureza.
Pronto, esa experiencia comienza a ser tomada por el resto del país, y la formación de movimientos de desocupados se extiende, a tal grado que, algunos intelectuales llegan a hablar del nacimiento de un “nuevo sujeto social que desplazó a la clase obrera, ocupando el papel histórico que la historia le reserva a ésta”.
Los movimientos de desocupados, con sus planteos y reivindicaciones se transforman en una piedra en el zapato del capital monopolista, al desnudar una de las consecuencias sociales de su dominación. Los mismos tienen vigencia hasta un tiempo después de la caída del gobierno de De la Rúa en el 2001.
No es porque sí que, incluso, uno de los principales directivos de un banco español se acerque a negociar con ellos, tratando de neutralizarlos. Desde los inicios de dichos movimientos, toda la superestructura política, de izquierda a derecha, se lanza a formar su propia «orga», pensando en engordar su aparato partidario, en captar no sólo militantes, también parte del queso que se reparte desde el Estado a esas organizaciones en forma de subsidios.
Es tan grande esta maniobra que no queda partido que no tenga su sello de “desocupados”.
Y la lucha en su seno no es sólo por distintas posturas, se empieza a pelear la moneda (los subsidios), al punto que organizaciones del mismo signo se disputan a golpes, a las personas captadas que representan más cantidad de subsidios.
Hoy, bajo el disfraz del progresismo, el gobierno K se vanagloria de la participación de los movimientos sociales en su armado político pero, en realidad, se trata de sus propios punteros que, disfrazados de luchadores populares, utilizan al pueblo como rehén, aprovechándose de sus necesidades y valiéndose de sus «contactos».
El movimiento de masas, que se erige desde la autoconvocatoria, que se fortalece enfrentando al Estado de los monopolios, no tiene nada que ver con esa caricatura y como lo demuestra a lo largo del país, en cada lucha, no sólo no está dispuesto a participar de la fiesta de los poderosos, a recibir las migajas de su botín, sino que se dispone a arrebatarles todos sus privilegios y a construir una sociedad sin explotadores ni explotados.