Crisis en Brasil: triunfo electoral, derrota política

El domingo pasado se llevaron las elecciones presidenciales de segunda vuelta en Brasil. La victoria fue para Lula Da Silva, con apenas el 50,90% de los votos emitidos positivos, menos de dos puntos por encima de su contrincante, Jair Bolsonaro.

Esta polarización se da en un contexto en el cuál la campaña petista nucleó a toda la izquierda (incluido el trotkismo), personalidades de la cultura (desde los más tradicionales como Chico Buarque hasta contemporáneos y más comerciales como Anitta), medios de comunicación que en su momento fueron oposición a Lula y Dilma Rousseff como el grupo Globo y hasta iglesias evangélicas. Recordamos en ese sentido que Geraldo Alckmin, quien en su momento fuera la oposición liberal y “conservadora” a Lula, ahora lo acompañó en la fórmula presidencial como candidato a vicepresidente. En otras palabras, es como si Cristina Kirchner hiciera fórmula presidencial con Larreta como vice y el grupo Clarín militando la campaña. Igualmente, no es la primera vez que el PT tiene que hacer alianzas de este tipo: Dilma tenía a Temer como vice, que también venia de lo que se llama en Brasil “o centrão”, o sea los partidos del centro que hoy representan la mayoría en el Senado y Diputados.

El discurso de Lula también viró un poco más hacia la “derecha”: se pronunció contra el aborto y hasta le agradeció a Dios el triunfo electoral (un populismo clave para Brasil, por la fuerte influencia de la religión). Pero ojo que el partido volvió a usar su color y símbolo originales, rojo con una estrella blanca, que para muchos muestra la “amenaza comunista” del PT ¡Realmente una mezcla única!

Sumado a ello, el 24% del padrón electoral no asistió, o votó en blanco, por lo que en realidad el resultado real de la elección fue un 38,57% para el PT y un 37,20% para Jair Bolsonaro. Se mire por donde se lo mire, si bien Lula da Silva ganó electoralmente, políticamente se trata de una derrota lapidaria, tanto para el gobierno entrante como para el saliente.

Pero aquí nos queremos detener en el problema ideológico que atraviesa este proceso, porque tiene profunda incidencia en política.

Luego de la elección, seguidores de Bolsonaro, principalmente camioneros, salieron a las calles realizando cortes de ruta en 17 de los principales Estados, entre ellos: Río de Janeiro, Sao Paulo, Minas Gerais, Río Grande do Sul, Santa Catarina, Paraná, Mato Grosso y Brasilia. El número de cortes de ruta resultó incierto, siendo que algunos partes de la policía hablaban de 80 cortes, y otros de más de 270, involucrando áreas estratégicas como la ruta Río-Sao Paulo o el acceso al aeropuerto internacional de Guarulhos.

Por las redes sociales circulaban declaraciones de manifestantes pidiendo la intervención de las Fuerzas Armadas para evitar la asunción de Lula. La gravedad de la situación llevó a afectar la distribución de mercancías, lo que implica, como todos sabemos, interrupción parcial de la producción en algunos eslabones de la cadena.

¿Se viene la derecha?

Bajo este paradigma toda la izquierda se alineó bajo la campaña electoral petista, la excusa para el “apoyo crítico”, olvidando el carácter de clase no ya de las elecciones burguesas en general, sino en particular de la coalición que encabeza Lula da Silva.

La realidad es que la situación económica y social en Brasil es delicada. La inflación y el aumento en los precios de los combustibles solo empeoró una situación de estancamiento económico que ya se venía manifestando desde el 2010.

La caída internacional en los precios de las materias primas afectó al vecino país al igual que al nuestro, profundizó la crisis política al interno de la burguesía y desembocó en el impeachment a Vilma Rouseff y el engorde político de Jair Bolsonaro.

Presentar el “crecimiento de la derecha” por fuera de esta recopilación mínima de las condiciones objetivas de las masas implica caer en el idealismo más básico concebible. Sin embargo, los “grandes” analistas de izquierda son incapaces de ir más allá del limitado horizonte de las “subjetividades y autopercepciones”.

El plan político de la burguesía en Brasil contiene los mismos trazos gruesos que en Argentina: llevar a las masas al sometimiento y el silencio con la excusa de que “hay que esperar a las elecciones”.

El progresismo hace el papel de policía ideológico, dominando mediante el engaño. Mientras tanto, la calle se libera para movilizaciones de oposición, impunidad policial y grupos de choque asociados al narcotráfico. Bueno, en el caso de Brasil, va mucho más allá del narco, y abarca hasta el control total de barrios y zonas por parte de fuerzas paraestatales ligadas a la Policía Militar y las Fuerzas Armadas.[1]

De esta manera se induce a las masas a abandonar la calle y se garantiza la represión sin necesidad de que intervengan las fuerzas represivas tradicionales, mientras que la única salida presentada para el pueblo trabajador es el pacifismo, la conciliación de clases y la institucionalidad burguesa. Sí, esa misma institucionalidad que alimenta a los elementos represivos para-estatales.

La confirmación de este mecanismo está dada en los recientes procesos vividos en Argentina, donde el peronismo llamó a quedarse en casa primero con el macrismo, luego con la pandemia, y ahora porque no hay que hacerle el juego a vaya a saber uno a qué derecha.

En Chile con Boric y la nueva constitución. Con esa excusa profundizaron la represión a las movilizaciones, no solo con las fuerzas estatales, sino también paraestatales que han salido a reprimir con armas de fuego o cazar estudiantes a palazos en pleno centro de Santiago.

Claro que no todo es lineal. Bolsonaro y Lula bailan al compás de la dominación al proletariado, pero no son lo mismo… El “enano fascista” de Bolsonaro es un aliado de Vladimir Putin en la región, de hecho, en pleno bloqueo a Rusia negoció la compra de fertilizantes y diésel. Al contrario de lo que se esperaría de un enano fascista, es ferviente opositor a la gestión del actual presidente norteamericano Joe Biden, entregador de armas para Ucrania. Recordemos que las relaciones entre el otro enano fascista, Donald Trump, y Vladimir Putin también eran amistosas. Así que la Rusia que lucha contra el “fascismo ucraniano”, gusta de juntarse con los enanos fascistas brasileros y norteamericanos.

Al contrario, su opositor nacional, popular, antiimperialista y “con banderas socialistas”, Lula da Silva, es un aliado de la actual gestión norteamericana. De hecho, Joe Biden fue uno de los primeros mandatarios en comunicarse oficialmente con Lula para felicitarlo por el resultado electoral ¡Menos mal que el socialismo también gobierna en Estados Unidos! Claro, la cosa se complica cuando intentamos explicar entonces por qué envía armas a los enanos fascistas ucranianos. Al final ¿Quiénes son los buenos y quiénes son los malos?

Estas contradicciones en materia de política internacional se explican de una sola manera: las alianzas Biden-Lula y Bolsonaro-Trump-Putin solo responden a intereses económicos de distintas facciones del capital trasnacional que se disputan el control del Estado para hacer más negocios. Después, cómo la dibujen en política, es otro problema.

La izquierda se sale por la tangente diciendo “se viene la derecha” y en la práctica llama a fortalecer la democracia burguesa con su famoso “apoyo crítico”. De esta manera ocultan el mecanismo de dominación que está aplicando el capital en la región, donde tanto el progresismo como los partidos conservadores o liberales utilizan distintos mecanismos de contención que tienen un mismo objetivo común: fortalecer el Estado burgués y apuntalar la creencia de que la única salida política viable es dentro del capitalismo, sea por “izquierda” o por “derecha”.


[1] Sobre la relación entre Jair Bolsonaro y las milicias ver: https://prtarg.com.ar/2019/01/25/corrupcion-y-politica-represiva-en-brasil/

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