Intento de golpe en Brasil: ser furgón de cola de la burguesía no es opción para la clase obrera

El día de ayer una movilización pro-Bolsonaro irrumpió en las sedes del poder ejecutivo, el legislativo y el judicial en Brasilia. Portando banderas brasileñas y camisetas del seleccionado de futbol, particularmente la número 10 de Neymar, quien apoyó públicamente la campaña electoral de Bolsonaro, los manifestantes reclamaban abiertamente que las Fuerzas Armadas  consuman un golpe de Estado. Este ya es un elemento distintivo.

La realidad es que los sucesos de ayer habían sido anunciados ya hace rato. Desde que Bolsonaro perdió las elecciones el 30 de octubre, se impulsaron centenares de cortes de calles en un ensayo insurreccional que pretendía desconocer los resultados electorales. Ya entonces los seguidores de Bolsonaro se congregaron a las puertas de los cuarteles del ejército, montando campamentos que le exigían a las Fuerzas Armadas concretar un golpe. Estos campamentos se mantuvieron activos, y crecieron desde la asunción de Lula da Silva, el 1 de enero.

Así fue que para el domingo pasado (8 de enero), el campamento golpista que se concentraba a las puertas del Cuartel General del Ejército en Brasilia recibió con total impunidad más de 150 colectivos provenientes de distintos rincones del país, según informó oportunamente el propio Ministro de Seguridad del Distrito Federal.

La concentración en las puertas del cuartel se dirigió escoltada por la Policía Militar hacia la Explanada, donde se ubican los tres poderes del Estado: el Palacio Planalto (Ejecutivo), la Cámara de diputados y senadores, y el Tribunal Federal (Judicial).

La simpatía del aparato represivo para con los manifestantes golpistas era muy grande, así lo demuestran distintos testimonios de la jornada de ayer: uniformados comprando agua de coco, completamente despreocupados de sus funciones; coches policiales ondeando la bandera brasileña en señal de apoyo; selfies entre manifestantes y policías, etc.

Esta simpatía no es nueva, a nadie sorprende. El armado político de Jair Bolsonaro se asienta sobre la estructura de las fuerzas represivas, el narcotráfico y las iglesias evangélicas. Esas son sus correas de trasmisión para el control y represión en las barriadas, donde se forman fuerzas parapoliciales con integrantes de la propia Policía Militar para administrar distintos negocios con la venia del Estado. No hablamos solo de venta de drogas, sino inclusive de toma de terrenos y compraventa de casas tomadas. Es el aparato punteril de los Bolsonaro.[1]

Pero ojo, lo de ayer no se limita a las simpatías de sectores represivos. La movilización fue fogoneada desde el propio aparato estatal, tanto de la estructura que quedó fuera del gobierno –Bolsonaro y ex funcionarios- como de personajes en funciones. Veamos algunos ejemplos ilustrativos:

La seguridad de Brasilia corre en manos del ex Ministro de Justicia del gobierno anterior, Anderson Torres, quien se tomó un fin de semana en Estados Unidos… Sí, casualmente, donde residen Bolsonaro y otros ex funcionarios. El personaje en cuestión pertenece a União Brasil, un rejunte conservador que participó del gobierno anterior. Sin embargo, su candidata presidencial Soraya Thronicke se pronunció neutral durante el balotaje, declaración que acaso le valiera a União Brasil la entrega de dos ministerios por parte del gobierno de Lula: el de comunicaciones y el de turismo.

En el gobierno de Brasilia está Ibaneis Rocha, del MDB, partido de corte “conservador” y que en su momento apoyó el impeachment a Dilma Rousseff, a pesar de ser el partido que mayor cantidad de sobornos recibió por parte de Odebrecht. Lo relevante aquí es que la candidata presidencial 2022, Simone Tebet, se pronunció a favor de Lula durante el balotaje. Contradictoriamente, el MDB se suele asociar como una fuerza “pro Bolsonaro”, y la verdad es que no sabemos que pensar: apoyan a Lula en la campaña, estaban asociados a Odebretch, pero facilitan la movilización golpista en Brasilia…

Al frente del ejército está Julio César de Arruda, designación firmada por Bolsonaro pero acordada con el nuevo Ministro de Defensa de Lula, Múcio Monteiro, como parte de la transición. De hecho, su asunción se dio de manera anticipada, el 28 de diciembre, con la promesa de desalojar los acampes golpistas. A ojos vistas, nada de esto sucedió.

Como podrán ver las y los lectores, la crisis dentro de la burguesía es tremenda. Tanto Lula como Bolsonaro formaron gobierno a base de alianzas, reparto de puestos y negocios, pero políticamente son un cachivache.

Ahora veamos las reacciones frente a lo sucedido. Lo primero que hay que mencionar es un apoyo total por parte de la burguesía al mandato de Lula da Silva. Desde la prensa otrora opositora como el multimedio O Globo, pasando por la Casa Blanca donde se pronunció el secretario de seguridad Jake Sullivan, asegurando que Washington “condena cualquier intento de minar la democracia en Brasil.  El presidente Biden está siguiendo de cerca la situación y nuestro apoyo a las instituciones democráticas es inquebrantable». Inclusive alguna diputada estadounidense pidió la extradición de Bolsonaro, quien se refugia en Miami. Además se han pronunciado personajes como Macrón o Alberto Fernández, que no sorprenden, pero también el Kremlin repudió los hechos, a través de su secretario de prensa, Dimitri Peskov.

En lo institucional el gobierno salió a jugar con la Corte Suprema, quien emitió orden de desalojar los campamentos golpistas en todo el país y separó del cargo al gobernador de Brasilia, Ibaneis Rocha. En otras palabras, la burguesía respondió monolíticamente para “fortalecer las instituciones”.

¿Cuál es el problema de fondo?

La implicancia de Bolsonaro y sus ex funcionarios como artífices activos del intento de golpe son indiscutibles. No vamos a aburrir con eso acá. Pero ¿qué es lo que se disputan? Lo que se disputan son los negocios, lisa y llanamente. Negocios que por el volumen y complejidad de Brasil no podemos limitarlos a una rama económica en particular –como por ejemplo sucede de manera un poco más clara en Bolivia con el gas y el litio-. En la esfera global, las relaciones cercanas entre Jair Bolsonaro, Donald Trump y Vladimir Putin son reconocidas hasta por los más escépticos. Y esto es curioso, porque la prensa progresista y de izquierda referencia cualquier golpe de Estado con una política emanada directamente “desde Estados Unidos” ocultando así el carácter actual del imperialismo: si los capitales no tienen frontera, porque están globalizados, las políticas golpistas o democratizantes emanan de las necesidades que tenga cada facción del capital, aunque esto signifique “democracia” en Estados Unidos, y golpe en Bolivia.

En esta disputa global por los negocios, donde nada es lineal, los candidatos encarnan intereses de determinadas facciones del gran capital. A su vez, para llevar a cabo sus proyectos políticos, montan sus estructuras punteriles de acuerdo a las posibilidades y a las realidades nacionales. En Brasil, la estructura del “bolsonarismo” se expresa en las relaciones con las Fuerzas Armadas, el narcotráfico y las iglesias evangélicas. El “lulismo” tiene otra base, acaso más arraigada en los sindicatos, movimientos sociales y ONG’s, lo que no quiere decir, obviamente, que tampoco tenga estructura en las fuerzas represivas, el narcotráfico, etc.

En el caso de Brasil, lo que está en disputa es justamente esto, qué facción del capital va a ostentar el poder, para con ello poder embolsarse mayores ganancias con la palanca del Estado. El hecho de que tal disputa se desarrolle al extremo de un golpe de Estado, demuestra dos cosas: primero, la agudización que está experimentando la competencia capitalista; segundo, la enorme crisis de la burguesía, que no consigue los niveles de centralización política que necesitaría para desarrollar con mayor facilidad sus negocios (incluida aquí la dominación).

Desde el punto de vista del pueblo trabajador, un golpe de Estado no es beneficioso, ya que sería utilizado para avanzar en la represión política dentro de las empresas, así como en aumentar los ritmos de flexibilización laboral. Sin embargo, este intento de golpe no está basado fundamentalmente en la represión a la clase obrera, como por ejemplo fueron los golpes de la década de 1960 y 1970, sino en el reparto de los negocios de la burguesía. Y cuando se juega con fuego, todo se torna peligroso. Esto lo sabe muy bien la burguesía a nivel internacional, y por eso mismo la respuesta fue unánime: muchachos, la democracia burguesa se ha erigido como la herramienta de dominación por excelencia durante los últimos 50 años, no resulta prudente jugar a la insurrección, porque se sabe como empieza, pero no como termina.

Como discurso, los intentos de golpe también le sirven al progresismo para seguir construyendo el verso del “mal menor”; para que todos esos partidos de la izquierda reformista se movilicen en apoyo a Lula, al gobierno y a las sacrosantas instituciones burguesas. Si hasta en los periódicos de “izquierda” leemos plegarias a la represión estatal y la “defensa de la democracia”. Ellos van a jugar a fortalecer las instituciones, de eso se trata, y “con el ejemplo de Brasil” harán extensivo el discurso a países como Argentina. Si anoche en TN, pleno horario central, los periodistas decían muy sueltos de cuerpo “esto es lo que sucede cuando se abandona la democracia representativa y se aplica la democracia directa” (sic).


Por eso, al contrario, es momento de aprovechar la situación para profundizar la conflictividad laboral y salir a ganar las calles por sus propios reclamos, construyendo piedra sobre piedra una independencia política de clase. En Brasil, como en Argentina, saldrán con el discurso de que eso es “hacerle el juego a la derecha”, cuando el verdadero juego represivo es el que juegan los Lula da Silva, conteniendo la movilización social, firmando pactos sociales y defendiendo las instituciones como buenos agentes del gran capital, porque eso son lo que son, y no otra cosa.

[1] https://prtarg.com.ar/2019/01/25/corrupcion-y-politica-represiva-en-brasil/

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